Cena en el palacio

Por Juan Basterra

Al palacio de von Richthofen, en las afueras de Fráncfort del Meno, al final de una larga avenida con meandros bordeados por cipreses, Albertine había arribado en un coupé de color ceniciento y capota negra. El chofer -un alsaciano de gran talla y bigotes imperiales- había conversado con Albertine acerca de algunas particularidades del conde: sus viajes por el continente, las travesías en globos aerostáticos por la amplia geografía prusiana, su apego a las tradiciones polacas -tierras de las que procedía la familia materna- y los dos veleros de su propiedad anclados en el puerto de Hamburgo.
Albertine, instruida desde los tres años en el conocimiento del alemán, escuchaba las confidencias del chofer con un ánimo atento y deslumbrado. No de otra manera se podía interpretar su silencio respetuoso. Hacia el final del camino al palacio, sin embargo, había roto su mutismo, preguntando:
—¿Tiene prometida?
El chofer respondió:
—No. Es un hombre solitario y estudioso. Él mismo lo dice: "No estoy todavía para esos compromisos".
En el foyer del palacio el conde esperaba a Albertine. Había abandonado el tono casi marcial de la víspera, y en lugar del saco de cazador lucido en la biblioteca vestía un frac de corte inglés. Por detrás de él, dos ayudas de cámara sostenían el libro de visitas. Albertine se sorprendió: solamente dos firmas precedían la suya, y la hora era muy avanzada. Preguntó a von Richthofen:
—¿Hay pocos invitados?
El conde sonrió y dijo:
—Los suficientes para conocerla y tener una buena velada.
Además de cuatro comensales y los padres ancianos del conde, esa noche también estaba su hermano Gustav. Algo mayor que Claus, era increíblemente huraño, pero bondadoso y piadoso. Servía como capellán en una de las parroquias más grandes de Hamburgo, y de su generosidad, conocida de todos, se contaban las cosas más increíbles, como aquella ocasión en la que dilapidó parte de su futura herencia en la edificación de un hospital para el resguardo de más trescientos leprosos.
Su celo no solamente patrocinaba estas obras; hacía mucho más: durante la Gran Guerra había servido como camillero en primera línea sin haber disparado un solo tiro. En la batalla del Marne, y después de haber salvado de una muerte segura a un coronel, había cargado sobre sus hombros a un huérfano de ocho años hasta ponerlo a resguardo en una pequeña iglesia en las proximidades de Reims. A la pregunta de por qué arriesgaba su vida por un niño, contestó:
-"Lucas 9:47-48: Entonces Jesús, sabiendo lo que pensaban en sus corazones, tomó a un niño y lo puso a su lado, y les dijo: el que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es grande".