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Sergio Schneider

Director periodístico

Fuente: webeservice 

Hay grieta para rato

El resultado del balotaje está totalmente abierto y ninguno de los candidatos tiene certeza, íntima, de cuál será su suerte esta noche cuando las tendencias del escrutinio queden firmes. Pero lo que sí ya está claro es que el nuevo presidente, sea quien fuere, deberá gobernar un país dividido como nunca antes en estas cuatro décadas de vigencia democrática.

El desarrollo de todo el proceso electoral -desde sus inicios en el verano de este año pero sobre todo en los meses más recientes- mostró sobredosis de violencia verbal, demonización recíproca de los adversarios y un nivel altísimo de intolerancia, que se expandió en cascada desde las alturas hacia las capas inferiores. En las redes sociales, hasta una referencia al peligro de extinción de los osos polares termina por estos días desembocando en una diatriba entre los partidarios de Massa y los de Milei.


Electorado fragmentado

Los dos contendientes de la segunda vuelta presidencial llegan a esta instancia con caudales de votos propios que están lejos de conformar una mayoría. Massa y Milei cosecharon, cada uno y respectivamente, algo más y algo menos de un tercio del electorado. No es mucho respaldo para quien deberá encarar, a partir del 10 de diciembre, la descomunal misión de resolver el caótico cubo de Rubik, que son hoy la economía y la política de la Argentina.

Se podría decir, como atenuante de lo anterior, que el balotaje está concebido, justamente, como una manera de darle mayor legitimidad al ganador, y eso es verdad. Carlos Menem, probablemente por la vanidad personal de no tener que reconocer una derrota, se bajó en 2003 de la segunda vuelta a pesar de que había sido el candidato más votado en la primera, consciente de que el resto del electorado rechazaba su regreso al poder. Privó así a Néstor Kirchner, el segundo de aquellos comicios iniciales, de asumir el poder con una validación popular contundente. También le negó al sistema democrático un desenlace más digno de un proceso electoral que seguía a una etapa de convulsiones por el estallido de diciembre de 2001. Kirchner, así, entró a la Casa Rosada con apenas el 22% de los sufragios.

Pero aunque esta vez el balotaje va a concretarse, la realidad es que quien triunfe en él asumirá la jefatura del Estado con una gran proporción de votos prestados, volátiles, que podrán volverse apoyo efectivo y más duradero si la nueva gestión hace méritos para ello, pero que también se marcharán pronto hacia la vereda de la crítica si la flamante administración incurre en desaciertos. O incluso, si no los hay pero las medidas que se apliquen para sacar al país de la terapia intensiva resultan indigestas, algo altamente probable, gane quien gane.

Si en algo coinciden economistas de todas las orientaciones, excepto aquellos demasiado involucrados en las campañas de los candidatos, es que el derrumbe de la productividad, el laberinto de cerrojos y subsidios que viene conteniendo un sinceramiento de algunos precios internos y tarifas más el crecimiento desmesurado del gasto público, entre otros factores, no dejan margen para seguir gambeteando un ajuste. Un destino, eso sí, para el que ni Massa ni Milei dicen claramente qué recorrido seguirían.

Disyuntivas

Otro elemento que permite tener la seguridad de que la división política continuará por una cantidad incierta de tiempo (posiblemente hasta un colapso a gran escala que imponga barajar y dar de nuevo, tan repetido en nuestra historia, o hasta una recuperación nítida y real que atempere los ánimos de todos), es que por primera vez aquel latiguillo de los "dos modelos de país que están en juego" es verdadero. 

Las diferencias entre Massa y Milei quedaron expuestas de una manera que posiblemente nunca antes se vio en la Argentina entre dos candidatos presidenciales con chances equilibradas de llegar al poder. Ni siquiera la batalla entre Macri y Scioli, en 2015, llegó a ese cariz. En aquella ocasión las trayectorias y los alineamientos políticos de uno y otro los ponían en posiciones muy diferentes, pero en esencia hablaban casi de lo mismo, básicamente por sus moderaciones, que avanzaban en sentido opuesto pero confluían simultáneamente hacia definiciones de centro (Macri buscando atenuar los temores a un ajuste severo; Scioli tratando de tomar distancia de los vicios del kirchnerismo).

Esta vez, Milei no ocultó la receta ultraliberal que lleva en el bolsillo ni Massa disimuló que pretende mantener los lineamientos más típicos del peronismo pos-dictadura. Con esos ejes, todo lo que gira alrededor es distinto entre ambos, cuando no esencialmente antagónico. Piensan (o dicen que piensan) cosas totalmente diferentes sobre asuntos como el rol del Estado, el papel del sector privado, los cambios en el mundo del trabajo, el sostenimiento de los servicios públicos, las políticas oficiales frente al delito, el abordaje del terrorismo en los ’70, la inserción internacional del país y sus alineamientos estratégicos, el manejo y explotación de los recursos naturales, el acceso a la salud y la educación, el espacio que deben tener los gremios y las organizaciones piqueteras en el andamiaje político, la lucha contra la pobreza, las regulaciones de la economía, el sistema de seguridad social y una larga lista de etcéteras.

Liderazgos

Es seguro que ni todos los ciudadanos que hoy votarán por uno, ni los que lo harán por el otro tienen totalmente claro qué plantean Massa y Milei para cada una de esas temáticas, pero deben ser muy pocos aquellos que no tienen al menos una noción de cuál es la melodía que tocan. Y saben que no son la misma.

¿Qué significa? Que quien suceda a Alberto Fernández -el primer hombre invisible de la historia en ejercer la presidencia de un país- arrancará su gestión con la mitad de la sociedad posicionada en un ideario completamente distinto al suyo. No había sucedido desde el ’83 hasta aquí. Alfonsín, Menem, De la Rúa, asumieron votados por mayorías contundentes y administraron sus créditos políticos con solvencia variada (en el caso del último de ellos, estrellándose rápidamente contra la inviabilidad de la convertibilidad). Néstor Kirchner resolvió su raquítica legitimidad electoral de origen, mencionada antes, con una economía que tuvo todos los vientos a favor, y Cristina Kirchner triunfó en 2007 y 2011 con márgenes holgados frente a candidatos que no prometían ni planteaban nada que pudiera considerarse disruptivo. ¿Quién los recuerda?

Ahora, en cambio, el nuevo presidente tendrá otro escenario, con el agravante de que la situación económica y social no deja espacio para la paciencia. Y sobre ese piso de ansiedad estará, además, la animadversión de la grieta presente. Algunas expresiones y hechos de estos últimos días lo anticipan. Hay gente muy dispuesta a no respetar lo que digan las urnas. Será importante, por eso, que los principales líderes del sector derrotado desalienten las actitudes violentas y fomenten el respeto al pronunciamiento ciudadano, y que los referentes del bando ganador eviten la soberbia. 

Si de verdad les importa la democracia (y no los beneficios personales que pueden arrancar de ella), deberían cuidar que este a resguardo durante un período en el que, inevitablemente y sea cual sea el resultado de hoy, habrá un gobierno navegando en la tormenta. Porque, además, de eso se trata ese sistema que con tanta facilidad aparece en los discursos: de acatar y respetar cada pronunciamiento popular. 

La humildad, la grandeza y la apertura son tan necesarias como quizá nunca antes en nuestra historia.