CARTAS DE LECTORES
A Dios se lo adora en lo sagrado
Señor director de NORTE:
Hablar de lo sagrado significa la idea de un lugar que nos pone en presencia de Dios, el encuentro entre Dios padre creador y su criatura; el vínculo anhelado entre el presente y la eternidad.
En la historia de la Iglesia encontramos situaciones concretas que permiten visualizar la sacralidad:
*Jesús, conociendo los hechos que lo llevarían a la cruz, en Getsemaní busca el encuentro con el padre alejándose del mundo, para ser investido de una luz espiritual que corre el velo para dejar ver su naturaleza divina; no puede hacerlo en cualquier lugar, solo le cabe un lugar santo porque es su lucha espiritual, su propia agonía adelantada para confirmar a Dios padre la obediencia a su voluntad.
*En el antiguo testamento, Moisés recibe la orden "quítate el calzado de tus pies, porque la tierra que pisas es santa". Es decir que la presencia de Dios nos marca un lugar donde nuestro comportamiento debe ser distinto de lo habitual; un lugar donde se adora a Dios en silencio.
De hecho, corresponde a los consagrados catequizar para conocer el verdadero ámbito de adoración donde nada profano intoxique.
También el altar del sacrificio se rodeaba de sacralidad, tanto que hoy se hace extensivo a la liturgia, como siempre lo fue desde sus comienzos a través de los siglos.
Los lugares sagrados, como el templo, son elegidos por Dios para ejercer su eterna soberanía, es el lugar adecuado para comunicarse con los hombres y donde los sacerdotes hacen oración por su pueblo; el templo separa al hombre de toda liviandad y lo induce hacia la perfección infinita; es el lugar ideal que nos ayuda a un santo recogimiento para hacernos uno con Jesús en el Santísimo Sacramento y recibir la gracia que nos conduce hasta la vida eterna.
La sacralidad está en íntima relación con la liturgia y todo católico debe entender que el acto litúrgico nos impone la sacralidad del mismo, pues los ritos que la integran deben dejar ver el brillo sobrenatural que nos aleje por un instante de los intereses temporales, para adentrarnos en los misterios propios de la acción que se está desarrollando, otorgándonos la certeza de lo que allí se realiza viene de Dios.
El papa San Gregorio definió con precisión la grandeza de la liturgia como algo celestial que viene a tocar la tierra. Son sus palabras: "A la hora del sacrificio de la misa, el cielo se abre a la voz del sacerdote; en este misterio de Jesucristo los coros de los ángeles están presentes, lo que está en lo alto viene a reunirse con lo que está aquí abajo; el cielo y la tierra se unen, lo visible y lo invisible no forman más que una sola cosa".
Es que la liturgia de la Iglesia es esencialmente adoradora, de allí que tanto el sacerdote que celebra como los fieles deben de impregnarse de ese espíritu de adoración elevando sus ojos hacia el señor que baja sobre el altar.
Siendo el hombre llamado a lo sagrado, comprende que lo que no ha subido hacia Dios no puede descender tampoco hacia el mundo. También un católico debe entender que entre la liturgia y la música hay una fraterna relación.
El cardenal Ratzinger afirmó que "cuando el hombre alaba a Dios trasciende los límites del lenguaje humano. Por eso la palabra siempre, espontáneamente y en virtud de la misma naturaleza, llamó en su ayuda a la música, el canto y la voz de la creación en el sonido de los instrumentos. En efecto, el hombre no participa por sí solo en la alabanza a Dios; la liturgia como servicio de Dios participa en la alabanza de todo el universo" (Liturgia y música sacra, del libro Christus in Ecclesia cantat).
La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios (San Pío X, Motu Proprio "Tra le sollecitudini" sobre música sagrada).
Por tanto, es necesario distinguir los elementos de la música considerada que permitan hacerla apta para el rito o culto sagrado de aquello que la hacen propia de lo profano. La Iglesia exige de la música litúrgica como una cualidad necesaria la "bondad de formas" y pone como modelo la polifonía clásica y el canto gregoriano; debe ser una música santa, no solo excluir lo profano sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes.
El pueblo debe entender que el culto es también cultura, debiendo distinguirse claramente lo sagrado de lo profano; y esto debe trasladarse a la música, al canto y a los instrumentos que se incluyen en la liturgia.
El coro cumple su función importante de nexo unificador de la participación activa en la liturgia. En la santa misa tridentina, mientras el celebrante después de decir las oraciones al pie del altar asciende al mismo rogando al Señor que borre nuestras iniquidades para que merezcamos entrar con pureza de corazón al Santo de los Santos, el coro nos introduce en la sacralidad del Santo Sacrificio. El coro actúa como representante de la comunidad orante que eleva sus ojos al Altísimo junto con el celebrante, introduce a la feligresía en el ámbito angelical para otorgar al sacrificio el carácter de misterio eucarístico.
En todo momento de la celebración litúrgica es la jerarquía de la Iglesia la que anuncia la sagrada escritura a través del sacerdocio ministerial y que el celebrante es el único que tiene el poder de consagrar "in persona Christi" el verdadero cuerpo de Cristo y, en consecuencia, realizar la ofrenda sacramental.
La Iglesia católica designa a la misa como sacrificio: por la transubstanciación, las santas especies (pan y vino) no son únicamente símbolos de Cristo inmolado sino la víctima misma que se inmoló en la cruz; no solo hay figura de una inmolación sino la auténtica separación, aunque incruenta, del cuerpo y la sangre de nuestro señor.
Dice el papa Pío XII: "El augusto sacrificio del altar es un insigne instrumento para la distribución a los creyentes de los méritos derivados de la cruz del divino redentor: cada vez que se ofrece tal sacrificio, se cumple la obra de nuestra redención" (EE. Mediator Dei).
Y puesto que la misa nos aplica todos los méritos del calvario, nos unimos a Santo Tomas: "El bien espiritual de toda la Iglesia se contiene esencialmente en el sacramento de la Eucaristía, y puesto que con más misas se multiplica la oblación del sacrificio, también se multiplica el efecto del mismo".
Por eso multiplicar las misas significa multiplicar la efusión sacramental de la sangre de Cristo y, por ende, de toda la gracia sobre la Iglesia y sobre la humanidad entera.
Hasta el Concilio Vaticano II, la doctrina enseñada y predicada a los fieles por los ministros de la Iglesia procedía de un orden unísono y unívoco. Pero hoy esa enseñanza, dentro de una misma diócesis, difiere según la apetencia de quien asume la predicación.
La corrupción doctrinal se ha trocado en una acción pública propagada a través de las homilías, catequesis confiadas a laicos ávidos de novedades.
La avalancha secularista no ha dejado lugar para las cosas sacras; el hombre se ha convencido de las bondades de una sociedad que no necesita adorar a Dios públicamente, ni alimentarse de la palabra ni de su cuerpo.
La celeridad de este proceso secularista indica que no existe ya razón alguna que justifique la presencia de Dios como causa eficiente del mundo, por lo que Cristo carece de todo significado y la Iglesia se reduce solo a una congregación de fieles; claros hechos que quitan el poder supremo del Creador anticipando los males que el mundo debe esperar al fin de los tiempos (fuente: "El sentido escatológico de la desacralización", de Nicolás Vidal).
CLARA MARÍA GONZÁLEZ
RESISTENCIA