Al calor de la misma llama
Primero hay que ir hasta Udine. Si se pudiera ir en línea recta, queda a 10 km de Fagagna. Pero, como sabes, en ninguna tierra puedes caminar siempre derecho, así que serán 15 km, toda una jornada. Luego, de Udine a Genova, en el Tirreno, porque de allí parten los barcos a Sudamérica. Si pudiéramos llegar andando todo recto, quedaría a 385 km. Pero como iremos siguiendo los caminos por donde vayan y cruzando los ríos por donde tengan vados o puentes, serán casi 600 km, un mes.

Para ir desde Génova hasta Sudamérica, el camino más corto mide 11.000 km. Pero ni aun en el mar se puede navegar sin desvío: serán 12.000 km o más. La buena noticia es que en el barco no caminamos, nos dejamos llevar, y estaremos en Buenos Aires en menos de un mes. Como no es ese nuestro destino, navegaremos otros 900 km, tres días, hasta el pueblo de Corrientes, y en la costa enfrentada estará el lugar que nos espera. Cuando traigan las barcazas, cruzaremos el Paraná hasta la boca del río Negro y por él navegaremos 12 o 15 km. como si volviéramos de Udine a Fagagna. Y entonces, al final de la jornada, estaremos en nuestra nueva casa. Al calor de la misma llama.
Antonella tenía 16 años y hacía uno que se había casado con Mateo, de 18. Ella nunca había salido de Fagagna, apenas había oído hablar de Udine, y nada sabía del Friuli-Venezia Giulia, de Génova, de Sudamérica, del Chaco. Mateo, en cambio, era hijo del primer maestro del pueblo, sabía leer y escribir, y hasta ahora había usado bien esas destrezas. “Convencí a tu padre de que me diera tu mano, mira si soy inteligente”, le decía. Antonella se reía, pero apreciaba ver que su amado Mateo, huérfano de madre desde siempre, y sin su padre desde hacía un lustro, era requerido para el trabajo por los comerciantes, por el intendente y hasta por los curas. La había sacado de la pobre casa de sus padres, la había llevado al pueblo y le daba amor y pan.
“Pero en esta tierra lo único que abunda es la escasez”, se quejaba Mateo. Y era cierto. Aunque trabajaba para los acomodados del pueblo, siempre era malpago, cuando había trabajo. Y leía y releía las cartas de Giuseppe, su primo mayor, que se había ido de Artegna a la Reconquista, un lugar en una selva en Sudamérica: “La tierra aquí es más fructífera que la de nuestros pueblos, los colonos no hacen más que romper la tierra con el arado y después siembran el grano, y hasta la cosecha no hacen más nada. Calcula si es o no mejor que la nuestra, aquí en toda la colonia no hay un pedazo de madera que impida al arado ir hacia adelante, con no más de un par de bueyes aras cómodamente”.
Por eso, cuando en el papel de diario que envolvía el pan leyó que en Udine estaba un embajador argentino promocionando tierras, beneficios y concesiones para quienes quisieran trabajar en Sudamérica, Mateo no dudó. Antonella sí, era un puro mar de dudas, pero se puso del lado de su marido cuando habló con sus padres a los que, a medio convencer, casi forzaron a entregarles su bendición y hasta algún jornal que ayudaría a pagar el pasaje. Y de inmediato la partida, junto con decenas de familias de Fagagna, las despedidas con más gestos que palabras, ojos húmedos y gargantas secas. Antonella soltó unas lágrimas apoyando la cabeza en el pecho de Mateo y no volvió a mirar atrás. Y comenzó a contar los pasos hasta Udine, hasta Génova, hasta Buenos Aires, hasta el Chaco…
…
El inmigrante no quiere estar tan solo en su nueva tierra, necesita que venga compañía y siempre, al contar su vivencia, embellece un poco la realidad. Mateo tenía claro que Giuseppe exageraba bastante, que la tierra prometida les depararía muchos sacrificios, pero nunca pensó que el paraíso pudiera ser como el infierno.
Lo supieron el mismo día de la llegada por el río Negro, con ese calor insufrible y los insectos persiguiéndolos metro a metro. Cuando llegaron a los terrenos de la colonia el alojamiento prometido no estaba, y en cambio tuvieron que dormir en los galpones de una maderera. No un día, ni una semana, sino meses. Meses de lluvias que desbordaron el río, por eso los terrenos prometidos a cada familia no estaban demarcados. La comida era mala y escasa, las enfermedades eran abundantes, niños y viejos morían un día sí y otro también.
Antonella nunca se quejó, de nada, pero había días que no le hablaba. Y a veces rechazaba, suave, como era toda ella, sus abrazos. ¡Y qué guapa! Siempre atendiendo a los enfermos, entreteniendo a los niños, acarreando el agua y la leña. Mateo conocía el carácter manso y firme que le permitía encarar la vida así, por eso la había elegido, pero después del primer año ella lo sorprendió.
Cuando llegó el nuevo grupo con gente de Fagagna, de San Danielle, de Sedegliano, de Martignacco, Antonella organizó con las otras mujeres el alojamiento. Y cuando todos estuvieron ubicados los arengó: les dijo que lo que les habían contado eran fantasías, que ni en Italia ni en la Argentina se regalaba nada, y que las promesas serían solo promesas si no lograban entre todos hacer que los promeseros las cumplieran.
Las otras mujeres atestiguaron que decía lo cierto, y todas acompañaron a los recién llegados frente la administración. Mateo y los otros hombres las siguieron y entre todos formaron la multitud más grande que se hubiera visto nunca en estos montes. El administrador tuvo que salir corriendo. Cuando poco después vino su reemplazante, trajo algunas de las herramientas prometidas y empezó a demarcar los terrenos.
Entre todos habían encontrado una salida al laberinto y habían aprendido algo. Antonella estaba feliz, con una felicidad enérgica que miraba al horizonte, como buscando nuevos motivos para florecer, y volvió a abrazarlo. Mateo le dijo que la veía más hermosa que nunca, y le relató algunas historias que su padre le contaba, de las centenarias rebeliones campesinas, cuando los hijos de la tierra obligaban a los dueños de la tierra. Antonella lo escuchaba siempre en silencio. Y una vez le dijo: “Al fin, estamos al calor de la misma llama”.
