Pelearla de verdad
Los datos sobre pobreza difundidos por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, en la semana que pasó, podrán estar levemente barnizados por las circunstancias propias de la pandemia pero tienen que ver, en esencia, con las condiciones de fondo que se consolidaron en nuestro país a lo largo de décadas. Y, mal que nos pese, marcan un rotundo fracaso de la democracia nacional restaurada en 1983.

Es duro decirlo de este modo, y la afirmación seguramente merecerá la inmediata condena de los mariscales y los soldados de esta contundente derrota social, que han sabido mantenerse al margen del retroceso –y, aún más, que han prosperado a la par de él- gracias a los mismos factores que lo han ocasionado.
Pero es la única manera, o la mejor, de expresar que las culpas no están en una sola fracción política ni en una franja social específica, sino que tocan –seguro que con diferentes dimensiones- a todas.
Un descenso más
De acuerdo con el informe elaborado por la UCA, en un año dos millones de personas que tambaleaban en las cornisas de la clase media cayeron al abismo de la pobreza, donde ya había otros dieciocho millones de argentinos.
Es decir, ya están allí 44 de cada 100 compatriotas. Viendo lo que sucede con niños y adolescentes (la franja de entre cero y 17 años de edad), la catástrofe que hay detrás de las cifras es todavía mayor. El 64% de ellos vive en hogares pobres, considerando ingresos, y seis de cada diez son pobres no sólo porque el dinero de sus casas no alcanza para cubrir necesidades básicas, sino porque además hay adversidades como el hecho de habitar viviendas precarias o no tener acceso a la educación.
En el caso del Chaco, sobre el final de septiembre la consultora Politikon había difundido un reporte basado en datos oficiales que situaba al Gran Resistencia como el segundo conglomerado más pobre del país, de entre todos los que releva el Indec, con sólo Concordia en peor condición. La pobreza en el área metropolitana capitalina de nuestra provincia era de 48,7%. Contra la indigencia chaqueña nadie pudo: 18,2% del Gran Resistencia fue el peor dato de toda la Argentina para esa categoría.
Y no está de más recordar que cuando hablamos de población indigente nos estamos refiriendo a personas (hombres, mujeres, niños, jóvenes, adultos, ancianos) que no tienen ingresos suficientes ni para darse cada día la ingesta calórica mínima que deberían tener.
El Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (Isepci Chaco, un órgano vinculado con el Movimiento Libres del Sur, que desde hace años elabora un muy útil Índice Barrial de Precios) midió en noviembre que durante octubre una familia chaqueña tipo (dos adultos, dos hijos) necesitó 45.915 pesos para cubrir los gastos de una canasta básica total, la cual se tornó 48,95% más cara que doce meses antes.
Esos casi 46.000 pesos que una familia requiere tan solamente para lo indispensable (sin contar con un eventual gasto en alquiler, por ejemplo, o para la atención de problemas crónicos de salud), son –aun en su insignificancia relativa: menos de 300 dólares- inalcanzables para muchísima gente.
La jubilación mínima (19.035 pesos) no cubre siquiera la mitad de ese monto; el salario mínimo docente acordado en noviembre es de 27.500; y ni hablar del mundo del empleo privado, donde el desempleo creciente y el trabajo en negro tiran para abajo las remuneraciones y las condiciones laborales en general, junto con un universo de sindicalistas que antes pedían incrementos papanoelianos y ahora, que a nivel nacional gobiernan sus compañeros de ideología, predican sacrificio y austeridad (ambas totalmente ajenas, claro).
Tocar fondo
La pandemia complicó todo, es verdad, pero no inventó nada. La Argentina no crece desde 2011, cuando comenzaba el segundo mandato de Cristina, y son mayoría los economistas que creen que difícilmente 2021 sea el año en que se logre torcer la curva.
Por el contrario, no son pocos los que advierten que en el próximo calendario podríamos ver un agravamiento de la situación económica y social. Otra instancia más en este deporte nacional que es el tocar fondo. La triste verdad es que no hemos dejado de ir para atrás. Por factores más externos que propios hubo treguas en las que las condiciones del país mejoraron, pero incluso esas etapas, en lugar de ser aprovechadas para consolidar una estrategia de crecimiento a largo plazo, se destinaron a un despilfarro imposible de sostener en el tiempo.
Las estructuras estatales crecieron de un modo monstruoso y el gasto público se disparó a niveles que no podían ser sustentables mediante el único recurso de gravar el trabajo y la inversión de un modo asfixiante.
Hoy la parte del país que genera algo sostiene sobre sus hombros, con las rodillas a punto de reventar, a un Estado que no resuelve ni dirige nada. Como si no hubiésemos salido del siglo diecinueve, otra vez estamos cruzando los dedos por “una buena cosecha que nos salve”. Mientras tanto, la industria más importante que tenemos es la Casa de la Moneda.
La Argentina viene administrando un empobrecimiento general que no tiene que ver únicamente con los ingresos. La única respuesta al sueño de igualdad ha sido que todos hemos ido poco a poco compartiendo más y más carencias. El viejo ideal del ascenso social es hoy encontrar al amigo poderoso que pueda acomodarnos un hijo en la administración pública, donde –a diferencia de lo que ocurre en cualquier país serio de verdad- se gana más que en la actividad privada, se tiene la garantía de una jubilación segura y superior, y una carrera puede llevarse adelante sin necesidad de un mínimo vínculo entre éxito e idoneidad.
A la par, la gran integradora social que tuvo el país, la escuela pública, dejó de existir como tal, generando una brecha injusta pero implacable que cerrará muchas puertas en el mundo del empleo y de las realizaciones personales a los hijos de esta escuela estatal de hoy. Eso sí: los chicos siguen pasando de grado y de año. La ficción que silenciosamente hemos acordado respetar considera, implícitamente, que no conviene tener en cuenta la realidad.
Sin embargo, no hay derecho a bajar los brazos, ni a aceptar que lo mejor que uno puede hacer por los más jóvenes es ayudarlos a que lleven sus vidas al mundo civilizado. Y es increíble, frente a ello, que la estruendosa tragedia educativa siga siendo entendida como un simple conflicto de dos partes, el gobierno y los gremios docentes.
Mirando la cancha
El país vive un momento dramático y pareciera que buena parte de quienes deberían representarnos y dirigirnos continúan perdidos en sus juegos de poder. ¿Volverá a ocurrir como en 2001, cuando la sangre tuvo que llegar al río para que se asumiera que hacía falta un giro drástico ? ¿Van a seguir los líderes actuales con su espectáculo de boxeadores millonarios sobre el redituable ring de “la grieta”, en esas peleas arregladas que ellos creen que siguen entreteniendo a la platea de desclasados? ¿O habrá la lucidez suficiente, en los que gobiernan y en los que están en la vereda de enfrente, como para al fin cumplir con el viejísimo clamor ciudadano de que tengan a bien sentarse a una mesa -los días que hagan faltahasta ponerse de acuerdo en un puñado de lineamientos que saquen al país de esta condición en la que está sumido?
Están haciéndole un daño inmenso al sistema democrático, al que lo mejor que podrían darle ahora es una imagen de entendimiento en las divergencias, dejando de lado a sus respectivas bandas de fanáticos y aduladores a sueldo. Si ustedes fuesen tan geniales como ellos les dicen, no estaríamos donde estamos.
Piensen, mejor, en esa gente que a pesar de tantas caídas por las escaleras cada día junta los pedazos y sale de su casa a pelearla de verdad. Remiseros, empresarios, médicos, verduleros, acróbatas de semáforo, laburantes de todos los cielos que no joden a nadie y portan sueños limpios.
Para ese partido, uno mira los jugadores y jugadoras que tenemos en la cancha, y la verdad es que no se entusiasma demasiado. Pero el fútbol siempre tuvo una maravillosa capacidad de sorprendernos cuando hasta los más pataduras decidieron, siquiera una vez en sus vidas, jugar por la camiseta.