Para ver esta nota en internet ingrese a: https://www.diarionorte.com/a/231486

Una buena derrota

Pocas voces incomodaron tanto al poder y a la sociedad de mediados del siglo pasado como la del combativo cineasta y poeta italiano Pier Paolo Pasolini.

Por Diego Marín*

El provocador intelectual, católico y marxista que atacaba tanto a unos como a otros y exhibía sin rodeos su homosexualidad, murió asesinado en 1975 a manos de un joven amante -según la explicación oficial-. La versión más tarde fue puesta en duda con la aparición de la hipótesis no comprobada de un asesinato político, cometido por el servicio secreto italiano.

Cuando tiempo atrás leí un pensamiento atribuido a su autoría que me resultó admirable, me propuse firmemente rastrear el origen, para constatar la veracidad y acceder a la idea en forma completa y detallada.

El enunciado, desarrollado en varias frases en prosa, aunque también circulan versiones poéticas, parece extraído de las críticas y reflexiones que realizaba en su columna habitual del Corriere della Sera.

De lo que no me quedaron dudas fue que le correspondía, dada la unanimidad de la asignación. El postulado, en su versión más difundida, ya que existen algunas con pequeñas discordancias en sus términos, consigna:

"Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar primero.

"Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador, de lejos prefiero al que pierde".

Una tarde de mayo de 2019 encontré al profesor Balbuena en una mesa de un café de la calle Güemes y aproveché para comentarle el descubrimiento y mi exigua investigación, tratando de hallar en él una opinión erudita. Después de escuchar mi relato y la lectura del párrafo, se quedó en silencio. Luego frunció a la boca y miro sin ver hacia arriba, como buscando en su memoria, hasta que me dijo:

—La recuerdo muy bien. Mire, hijo, usted debería saber que el perdedor tiene muy mala prensa en una sociedad exitista. Que la historia la escriben los que ganan, no es ningún secreto. Hablamos de la vida ¿no es cierto? No de un partido de fútbol.

—Sí, claro, pero en cualquier caso siempre es mejor ganar, profesor —me atreví a contradecirlo apenas.

—Yo no recomiendo a nadie fracasar, ni lo quiero para mí, no me agrada. Pero no me paraliza. Peor es el triunfo raído, vil o sobrevalorado ¿Usted no ha visto a esos pobres triunfadores montados en una patética alegría festejar éxitos insignificantes, denigrantes o sin méritos? ¿Qué alegría, qué satisfacción, puede producir eso?

—No sé, profesor, pero… ¿qué se gana perdiendo? —pregunté, temiendo haber dicho una insensatez.

—¿Y tú tienes idea de lo que pierdes ganando? Perder tiene su dicha, su dignidad, un empuje inigualable para los que saben aprovecharla. Para los que tienen carácter. Un trampolín para éxitos verdaderos, con sustento, de valía. El fracaso, como el triunfo, son circunstanciales, pero el fracaso te invita a seguir, te mantiene la llama encendida si no eres un flojo. Te hace creativo, te motiva, te impulsa a persistir, a continuar viviendo. No es tan malo perder, lo malo es quedarse a vivir en la derrota.

—No creo que Messi esté disconforme con todos sus éxitos —dije, irónicamente.

—El éxito no se mide con goles, eso es apenas un partido, sino con la serenidad o el disgusto con el que se vive la vida. Seguro que Messi no estará disconforme con ser un campeón, pero también debió perder mucho antes de ganar y, seguramente, lo volverá a hacer. Volverá a perder, téngalo por seguro. Sería conveniente que esté preparado para el porvenir.  

—Dicho así, parece que es mejor perder —retruqué, un poco ofuscado.

—No te alteres, hijo —dijo el profesor—. Porque vas a perder y vas a ganar. El balance es al final. Mientras tanto, hay que dedicarse a vivir en las condiciones que te tocan, a sentir. Ahí está la verdad.

—No lo entiendo, profesor.

—Si mal no recuerdo, el propio Pasolini señala que esa actitud lo reconcilia consigo mismo, esa de preferir perder, que ganar con malas artes, de forma injusta o cruel, al punto de considerarla una virtud. A eso me refiero. A la actitud frente la derrota. A la ética de la derrota. Y, finalmente, a la paz, a la tranquilidad que una conducta de ese tipo proporciona. Al sentimiento de satisfacción. 

—Pero el miedo al fracaso siempre está presente, en todo lo que uno emprende —susurré tímidamente.

—Eso es otra cosa. El fracaso es previo al resultado, es no haber hecho el máximo esfuerzo, es una consecuencia de nuestra pereza, cuando no de nuestra desidia. Se puede fracasar aun teniendo éxito, por obra del azar o de una quietud mayor de la contraparte cuando se trata de confrontar.

—Sasturain dice que hay que escribir un Manual de Perdedores, con instrucciones para la derrota; y que sería un éxito seguro, porque le hablaría a la gente de lo que conoce —le recordé.

—Seguramente —me respondió—. Tal vez debiera contener un capítulo importante destinado a enseñar a transformar las derrotas en triunfos. Porque siempre van a ser mayores y más nutricias. A extraer todo el provecho que se pueda obtener de ella, esa sería una derrota exitosa. Lo que se dice: una buena derrota.

—No sé, no estoy muy seguro —dije lacónicamente. 

—Bueno, a decir verdad, hijo, yo tampoco… 

—Pero… ¿cómo?  Pensé que usted la tenía clara, o más que yo por lo menos. Casi me convence con los argumentos que expuso —le reproché.

—Los argumentos son buenos, pero no sé si realistas. Hay que sentirlos íntimamente además de razonarlos. No sé si es posible. Pensé que tal vez tú me ayudarías. 

—¿Yo a usted?, ¿cómo podría?, ¿por qué creyó eso? –pregunté de corrido.

—Porque noto convicción. Tal vez oculta, agazapada, pero palpable. Yo solo puedo aportarte datos, información, o una opinión. Ofrecerte un razonamiento, pero no la tengo. No estoy capacitado, carezco de optimismo. Tú sí pareces dotado.

—¿Y por qué dice eso? ¿Cómo lo sabe? —lo interrogué, sorprendido.

—Pero, hijo… ¿Acaso tú no te has maravillado con el pensamiento de Pasolini? 

*Abogado, autor de la novela judicial "El Jurado Siete (7)". 

Temas en esta nota

CHAQUEÑA diego marin