Memorias de Garibaldi
El hombre extraordinario que es, a nuestro juicio, el único personaje verdaderamente caballeresco del siglo XIX, dejó en la República Argentina el recuerdo de un valor prodigioso, de un desinterés noble y perfecto y de una grandeza moral que envuelve en imperecedero prestigio el nombre de Garibaldi.

Hay muchos destinos en la carrera de las armas que, por un lado, se parecen al suyo. Con frecuencia hemos visto a jóvenes ascender desde los estratos más bajos de la sociedad, volverse famosos por sus talentos y su coraje, y alcanzar los grados más altos. Pero con Garibaldi, obviamente, hay más. La espada de este hombre que, más o menos en la balanza de Europa, pesa los destinos de los pueblos y de los reyes, esta espada es la de un valiente.
Hay en este extraño prestigio el poder de la grandeza moral, de la devoción verdaderamente desinteresada. El joven capitán de alta mar, que sus negocios trajeron con su navío a Montevideo, que durante seis años fue su defensor y héroe, que tenía en sus manos los tesoros de esta ciudad tan rica y tan poderosa, ¡Garibaldi vivía de la simple ración del soldado! En Roma, Garibaldi, un momento de dictador, teniendo los tesoros de la ciudad eterna, ¡permaneció pobre! Unos años más tarde, da a su patria y a su soberano un reino más; y vuelve el heroico labrador de la Isla de Caprera a su chacra, con la misma noble y gloriosa indigencia. En nuestro siglo de positivismo corrupto, la palanca social suele ser un lingote de oro. La de Garibaldi es una espada noble que nunca ha sido pagada por nadie.
En Sudamérica, Garibaldi dejó los mismos grandes recuerdos. En Santa Fe a menudo vemos a exoficiales que lucharon bajo sus órdenes en Montevideo. Hablan de su antiguo jefe siempre con tierno respeto. Para ellos, Garibaldi es más que un héroe, es casi un santo. En la última guerra entre la confederación y Buenos Ayres (1861 a 1862), los antiguos compañeros de armas del héroe de Italia murieron en el campo de batalla gritando "¡Vive Garibaldi!". Uno de ellos, apresado por los soldados de Urquiza y condenado a ser fusilado por espía, se encontró camino del fusilamiento con unos pobres a los que repartió el poco dinero que llevaba encima. "Amigos míos", les dijo, "acompáñenme, y cuando caiga alcanzado por las balas, griten: ¡Viva Garibaldi!". A estas palabras, un clamor de simpatía se elevó de la multitud: "¡Un soldado de Garibaldi!. Y le vamos a disparar!". Los oficiales apresuraron la ejecución, temiendo ver a su prisionero arrebatado de sus manos y entregado por el solo prestigio de un nombre glorioso.
A la memoria de Garibaldi, en Montevideo, se suma la de su digna compañera, figura pura y severa, alma sencilla y grande, que unió en el campo de batalla la dulce compasión de una mujer con el intrépido corazón de un héroe.

En Santa Fe, cuando se supo la noticia de la entrada de Garibaldi en Nápoles, todas las naves genovesas del puerto izaron espontáneamente sus banderas. En unos instantes, los mástiles estaban cargados de flores y guirnaldas, el cañón atronaba de momento en momento, la música, las cajas, los cohetes anunciaban a la ciudad, sorprendida por todas estas señales de festejo, a dos mil leguas de distancia, al otro lado de esta línea inmensa que divide el globo en dos hemisferios, un hijo de pueblo italiano había conquistado, por el solo poder moral de su nombre que había permanecido puro, una nueva joya en la corona de su rey y de su país.
Los habitantes de Santa Fe, entre los que abundaban aquellos cuyos recuerdos individuales los apegaban a Garibaldi, se asociaron a un impulso común en este entusiasmo. Los barrios cercanos al puerto se adornaron con banderas. Las de Montevideo y de la Confederación Argentina se mezclaron con los colores de Italia. Se apresuraron a prestar los salones del Club del Orden a un comité del partido italiano, que espontáneamente organizó para esa misma tarde un baile muy bonito. La habitación, adornada con guirnaldas y flores, estaba cubierta con cortinas rojas, verdes y blancas.
Estos testimonios dirigidos a Garibaldi, en el otro extremo del mundo, por un pequeño número de sus conciudadanos, nos parecieron hermosos y conmovedores. Estaban seguros de encontrar simpatía en este país donde su héroe sólo dejó buenos recuerdos. Junto al sentimiento nacional que les hacía regocijarse de la gloria de su patria, estaba el testimonio personal dirigido al hombre, al héroe que hizo a su patria más ilustre por sus antiguas virtudes que por su prodigioso coraje.
*Capítulo 12 de "El río Paraná - Cinco años de residencia en la República Argentina" ("Le rio Pârana - Cinq années de séjour dans la République Argentine" - 1864)