Al desnudo
La lengua apareció una mañana al costado de la mesa de luz. Era bulbosa, húmeda y se movía con cautela. Había perdido a su humano, se encontraba expuesta y confusa.

Vibró como un látigo. ¿De qué sirve una lengua sin cuerpo? De muy poco, ciertamente. Resbaló sobre el tapizado de la pared y se aplastó contra el cerámico helado. Por primera vez avanzó sin depender de nadie, contrayéndose y dando pequeños saltos, como un bife que se cocina sobre aceite muy caliente. Allí marchaba la lengua sin coraza, moviéndose de manera repugnante.
Parecía dispuesta a abandonar la habitación lo más rápido posible, aunque una cosa es relampaguear entre los dientes y otra sobre la rugosa superficie del mundo. El sol se colaba débilmente a través de las cortinas de tela roja, sin llegar a calentar el aire húmedo y embotado, impedido de imponerse definitivamente ante la negrura que se apoyaba en cada rincón. Una línea de frontera se perfilaba entre el día y lo oscuro. El papel tapiz de motivos floridos evidenciaba manchas de humedad que se remontaban a varias décadas, casi un legado de antiguos revestimientos que inútilmente pretendieron cubrir lo imposible. En los límites con el techo, los bordes iban desprendiéndose y enfrentaban el abismo. La lengua huía tan rápido como sus espasmos le permitían, dejando atrás un reguero de sangre que conducía hasta el origen de todo. El inicio del camino es también el fin de otro. La sombra indistinguible de un pájaro chillo al otro lado del vidrio. Fue un grito silencioso que dejó expuesta la lengua minúscula del ave. Movió el pico como en un rezo y se alejó sin siquiera notar la batalla del trozo de carne que barría el suelo de la nebulosa habitación.
Cada minuto, una de las chapas numeradas del radio-reloj anunciaba el paso del tiempo con un clack seco y casi imperceptible el tiempo. Era un aparato falso: desde sus aspiraciones futuristas y los materiales con que fue construido, hasta el chillido propio del batir de ollas que manaba de sus parlantes. Una línea roja lo cortaba al medio. ¡CLACK! La lengua había experimentado el calor tenue que manaba de su superficie. Sabía a salado como las palabras preferidas de la boca que solía cobijarla. ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Finalmente, la Lengua abandonó la habitación y llegó al pasillo que conducía a la planta baja. Ya no había asperezas, andaba sobre una superficie pulida, perfecta, radiante, que comulgaba con su humedad inextinguible. Abandonó los saltos y contracciones y se deslizó como un ser de algún mar alienígena. Un ventanal en el techo filtraba la luz del día y dotaba por fin de colores vivos al fragmento de humanidad. Roja, sus terminales sensitivas exaltadas, contrayéndose y relajándose en su avance sin pausa. Las paredes blancas iban moteándose a la altura de los talones con las gotas de sangre que esparcía al moverse.
Había ansiedad en su andar, curiosidad. ¿De qué sirve un cuerpo sin lengua? Una sensación de familiaridad la detuvo frente a una de las puertas. Aguardó con la cautela que se enfrenta lo desconocido. Allí, en la quietud, pudo darse un instante para disfrutar de la caricia suave de la saliva que de alguna manera seguía bañándola.
Absorta en sus meditaciones, fue sorprendida por el crujido de las bisagras y dos lenguas asomaron detrás de la puerta entornada. Eran bastante más pequeñas e igual de rojas, bulbosas y húmedas. Unas lenguas en pleno desarrollo que rebotaron desde el suelo áspero de la habitación hacia donde ella se encontraba. Tocando punta contra punta se saludaron y reconocieron. La lengua mayor conocía la pieza de la que las otras escaparon. Allí el aire era fresco y limpio, dominado por el sonido omnipresente de la televisión. Un ventanal daba al patio. Había shorts, camisetas y faldas desparramadas en el suelo que las pequeñas lenguas habían manchado de rojo en su avance.
El trío avanzó cada vez más rápido, más recto, hasta que el suelo sobre ellas desapareció. Surcaron el aire revolviéndose en contracciones de todo tipo. Estaban tan lejos de sus cuerpos y, pese a eso, experimentaban de pronto una nueva sensación de libertad mientras la escalera pasaba velozmente bajo ellas.
Cayeron algunos escalones antes de la explanada. Aturdidas por el impacto, se dejaron llevar por la gravedad y fluyeron hasta quedar tendidas sobre el alfombrado de la planta baja. Los pelos sintéticos se adherían a sus cuerpos, hincando allí donde la carne era más suave y robando la humedad que las mantenía activas. Algo atravesó el espacio apenas por encima de donde estaban e impactó cerca de la puerta de entrada. Una cuarta lengua, tan grande y fibrosa como la lengua mayor, se contorneaba con desesperación. Dieron saltos en un intento por desprenderse de los filamentos que las herían y llegaron hasta el sitio en que reposaba extenuada la nueva integrante. La rodearon y se unieron en una comunión de saliva y músculos, formando un charco de sangre que licuó la amenaza sintética de la alfombra.
La puerta estaba cerrada. Desde lejos llegó el chillido del radio-reloj que se activó como cada mañana. No hubo mano que lo desactivara esta vez. La brisa amena se colaba a través de un intersticio de la ventana, más allá la calle del barrio residencial. Las lenguas seguían su camino guiadas por una fuerza que las excedía. Estaban trepadas sobre el marco y el aire libre las envolvía como nunca antes. Las dos lenguas mayores y sus pares menores se contrajeron cuanto les fue posible y saltaron al vacío. Mientras trazaban la parábola en medio de la mañana, saborearon el mundo de una manera novedosa y cayeron en los restos de césped y tierra del cantero exterior. Giraron como soldados que huyen del tiroteo y quedaron tendidas al pie del limonero que se esforzaba por crecer en aquel rectángulo de naturaleza en medio del cemento.
Desde la parte alta de la calle llegó un murmullo que creció en intensidad a medida que se surtía de los ecos que lo alimentaban a cada costado. Era un rugido de lijas húmedas y pesadas que friccionaban el asfalto. Ningún otro sonido se oía en la ciudad e iba multiplicándose en intensidad a izquierda, centro y derecha. Desde el cantero, las cuatro prófugas presenciaron la irrupción de una marea de lenguas que se arrastraban, pasaban unas sobre otras, rebotaban, reptaban, rodaban, lanzando chorros de sangre que signaban su camino. Aquella misma fuerza que las había impulsado a abandonar la seguridad del hogar las lanzó a la masa húmeda que transitaba frente a ellas, directo al cuerpo que las contendría de ahora en más.
La masa abandonó la ciudad y creció con el aporte de otras. Escenas similares se reproducían en cada continente. De a poco las lenguas se organizaron y emplearon sus carnes para construir nuevos hogares dentro de los que recuperarían su razón de ser. Así fueron surgiendo bocas gigantescas con sus correspondientes y enormes lenguas, desde las cuales volvían a articularse las ideas que sus antiguos cuerpos hacía tiempo habían elegido callar.
Esa mañana los cuerpos despertaron sin gritos ni sollozos, apenas extrañados por la hora tan próxima al mediodía. Recién cuando estuvieron frente a los espejos, las manos ansiosas palparon bocas desprovistas de lenguas, chorreadas de rojo y de labios temblorosos. Entonces corrieron de regreso a las camas, hurgaron bajo las almohadas o entre las sábanas y extrajeron sus teléfonos celulares relucientes, perfectos. Destellos silenciosos se repitieron acá y allá. En cuestión de segundos millones de selfies inundaron las redes.