La sensación
Serían las diez de la mañana cuando bajé del ascensor. De un tirón atravesé el vestíbulo hasta ganar la claridad del día y comencé a caminar ligero; no tenía ningún apuro consciente, sin embargo las piernas trajinaban por sí solas.

Al llegar a la esquina empecé a percibir que me acometía una sensación rara, una inquietud ignota, que se incrementaba a medida que avanzaba, como si estuviera a punto de ocurrir algo.
Era un agobio asfixiante que sentía en el pecho y en la cabeza, pero no podía discernir dónde germinaba. Se me ocurrió memorizar lo que me sucedía para luego apuntar y analizarlo con tranquilidad. Traté de pensar fuerte, tomando conciencia de lo que iba sintiendo y de mis cavilaciones. Me obligué a caminar más lento, para bajar la intensidad de la mente, ya que parecía funcionar acompasadamente con el ritmo de los pasos.
Era un atípico día resistenciano de noviembre, un casi verano, que hasta momentos antes había sido un casi invierno. La calle Corrientes se iluminaba con el sol del este reverberando en los parabrisas de los colectivos que, de a ratos, la invadían, de a cinco o seis, uno tras otro, y luego se desagotaba y asemejaba a una apacible jornada dominguera.
Pero era martes, y no había indicios de que fuera a suceder algo extraordinario, aunque captaba la turbación que produce la inminencia.
Seguí caminando y mirando el celular cada dos pasos; no podía contenerme y esperar a que sonara, hasta que decidí colocarlo en el bolsillo de la camisa para que estuviese próximo a mi oído izquierdo y dejarlo quieto. Intentaba determinar si se trataba de una percepción de mis sentidos o de una intuición, si tenía algo de sustento, o sencillamente era producto de miedos recónditos o de expectativas veladas de que sucediera algo revulsivo, que diera vuelta la cotidianeidad, un suceso distinto que alterara el orden rutinario.
También examiné, lo más rápido que pude, si existía alguna situación que me estuviera angustiando particularmente, o si debía decidir algo en esos días, alguna elección apremiante. Sé que siempre se está obligado a escoger, a elegir y descartar, pero las dimensiones de las posibles causas que encontré no parecían justificar ninguna zozobra.
Al llegar a la avenida Sarmiento seguía sin repuestas; la sensación continuaba latiendo, ansiosa, esperando una definición que no aparecía. Tomé por calle Güemes, como un autómata. Luego, sin proponérmelo, doblé en Ayacucho, hacia la Plaza Belgrano, desviándome de mi rumbo natural. Pensaba en mis hijas, en los amigos, en mi salud, y no daba con razones conocidas como para que ocurriera algo aciago. Me reproché mi pesimismo y confirmé el poder invasivo y cegador del miedo.
Cuando sonó el celular me apresuré a extraerlo del bolsillo, pero se enganchó con el borde y cayó hacia adelante, justo cuando daba el paso: lo empalmé con el pie derecho, el aparato trazó una parábola y voló unos metros, rebotando contra el piso. Cuando me agaché para tomarlo vi la luz ya encendida y respiré aliviado. Rápidamente me decepcioné: era un mensaje de la empresa telefónica, me ofrecía un teléfono nuevo. Pensé que el presentimiento comercial había sido parcialmente bueno: acertó en el accidente y falló en las consecuencias. Me reí para adentro, no solo por la ocurrencia, sino por la supervivencia del aparato y por mi suerte. Estuve tentado de suponer que era un buen augurio, pero me avergoncé de mi frivolidad y lo descarté en seguida.
Continué caminando sin rumbo. Ya avizoraba la Plaza Belgrano y seguía sin encontrar repuestas ni motivos, con la turbación persistente. De a ratos quería abandonar todo, dejar que se apaciguara la inquietud, pensar en otra cosa y esperar alguna novedad. Pero no podía, me incomodaba, me preocupaba y, a la vez, esperaba íntimamente una alegría. No quería reconocer, pero el temor también me condicionaba, me impedía sentir libremente y autocensuraba mis fantasías. No podía equilibrar las emociones, que oscilaban entre la desesperanza más cabal y la ilusión reprimida, como un instinto vital, tal vez, para evitar una posible frustración.
Me preguntaba si no estaba magnificando la sensación y dándole un valor desproporcionado, cuando en realidad carecía de significancia, influido subliminalmente por algo que vi o escuché en alguna parte. Me propuse analizar esa posibilidad más adelante, con tiempo para pensar. Quería racionalizar lo que sentía, pero la agitación no cesaba, me invadía. La incertidumbre me impedía desentenderme. Recordé la angustia de Heidegger y la náusea de Sartre, y no me pareció que se tratara de eso: esta sensación venía de afuera, me era impuesta y no dependía de mí. No podía hacer nada. Solo esperar. Pero no sabía qué. Y eso me hacía volver al principio y no poder quitármela de encima o, más bien, de adentro.
Sin darme cuenta, llegué a la plaza y comencé a rodearla. Caminé frenéticamente mirando el suelo, buscando alguna pista, una punta desde donde poder tirar o, por lo menos, un poco de sosiego. En la vereda de los juegos infantiles levanté la cabeza para no tropezar con algunos pequeños que corrían erráticos y, entonces, la vi venir, de frente: la reconocí de inmediato y quedé petrificado, era extraña pero familiar. Pensé en lo inaudito del lugar y de la hora. Busqué una repuesta rápida al desconcierto y no la hallé. Quise gritar o llamarla y no pude.
Ella llegó y se plantó frente a mí. Me miró como aliviada, pero no habló. Buscó palabras, no las encontró. No le surgió nada. A mí, muy poco. Apenas, sin proponérmelo, dije:
—Perdón, es que… tenía la sensación… —y me interrumpió:
— ¿Vos también? —coincidió, y sonrió avergonzada.
En el acto percibí que algo abandonaba mi interior, que la sensación se difuminaba hasta desaparecer, y que se me abría un espacio inmenso en su lugar.
Desde entonces ha pasado algún tiempo, que no puedo precisar, porque el contenido de los días que se sucedieron tergiversa su extensión. Sigo tratando vanamente de comprender, pero aún no logro superar la endeblez de las meras suposiciones, de las simples figuraciones o, quizás, la involuntaria represión de los anhelos.
*Abogado. Autor de la novela judicial "El Jurado Siete (7)".