Aprender a flotar
Autora: Susana Ibáñez.
Editorial: Moglia Ediciones.

La Colección Ojo Lector, que dirige Viviana Rosenzwit para Moglia ediciones de Corrientes Capital, tiene el agrado de anunciar su nuevo libro de cuentos Aprender a flotar de Susana Ibáñez.
Su autora Susana Ibáñez nació y vive en la ciudad de Santa Fe, Argentina. Se especializó en Literaturas y Culturas Comparadas en la Universidad Nacional de Córdoba, donde obtuvo su doctorado. Publicó varios libros y coordina talleres de narrativa presenciales y virtuales, clínicas y acompañamientos de obra.
En Aprender a flotar, Susana Ibáñez nos acerca personajes que intentan sobrevivir a las tragedias –grandes y pequeñas– que les tocaron en suerte. Un hombre solitario se obsesiona con la posibilidad de que ríos subterráneos arrasen con la ciudad. Una anciana ladrona deambula por casa ajena. Mientras un poeta en decadencia trata de seducir a una escritora joven, una arquitecta rescata bocetos clandestinos de un pasado que le cuesta dejar atrás, un pasajero de colectivo intenta resolver el enigma de un grafiti y una profesora cuestiona su accionar frente el sorpresivo suicidio de su alumna. Asistimos a la cotidianeidad de una pareja mayor marcada por la pérdida, a la ira de una mujer por la inexplicable presencia de su hermanita, a los cambios que siguen a un fracaso matrimonial. Los personajes tienen algo en común: intentan no ahogarse en la desdicha y encontrarle un sentido a lo que les va pasando. Algunos lo logran.
¡Una novedad que atrapará a sus lectores desde la primera historia! A continuación compartimos en exclusiva, uno de los cuentos publicados:

Te esperé en la fuente
El ómnibus trepa la avenida para entrar a Paraná. Cuando nos detenemos en un semáforo veo, en la pared interna de un refugio, en la parada de colectivos, un grafiti de tamaño desesperado: Mayra, te esperé en la fuente. Debajo, en letra más pequeña, llamame, y un número de celular.
El mensaje me persigue. Lo veo cada semana. Ya no sé si me siento a la derecha para ver la ciudad del otro lado del río camino al Túnel o para leerlo. Imagino que alguien que lleva consigo un aerosol es un varón joven. Pienso también que han de conocerse poco, porque si el mensaje queda en un refugio es porque él no sabe dónde vive ella. Se conocieron en el colectivo, entonces, en ese refugio. Compartieron algunos viajes. La regularidad de los encuentros ha hecho innecesario el intercambio de números de teléfono: pensaban que ella iba a estar ahí, que él iba a estar siempre ahí.
Quedaron en verse más allá del viaje, en una fuente, acaso la más cercana a la parada y en un fin de semana. Pero ella no fue. ¿Cuánto la esperó? Él caminó a la parada, porque ella pudo haberse confundido, puede haber pensado que se verían allí. Ella no estaba en el refugio. Él supuso que la iba a encontrar otra vez en la parada, como siempre, pero ella nunca más tomó ese colectivo a esa hora. El grafiti fue el mensaje más directo, entonces: si pasaba por ahí, si alguna vez volvía a tomar un colectivo, si le quedaba un resto de interés en el compañero ocasional de asiento, entonces lo llamaría.
Vivió esa espera con un abismo en el alma. El ahogo se fue disolviendo, así como la esperanza y el miedo a que nunca más nadie lo quiera. Imagino que ella cambió su rutina a propósito. Pasa en otro horario por esa parada, en un colectivo de otra línea, ve el mensaje y aparta la vista. Ruega no volver a encontrarlo. ¿Cómo le explicaría el plantón en la fuente, el desprecio súbito? Acaso ella se mudó a otra ciudad junto a otro río y otras fuentes. Pero el número de celular sigue ahí, impúdico, disponible para cualquiera que quiera hacer llamadas de broma. También le dice a ella que él no se resigna, que no le importa nada. Puede que haga años que el grafiti grita su número en el refugio. ¿Cada cuánto se pintan los refugios en Paraná?
Puede que él la haya olvidado, pero nunca usó el fondo de su aerosol para tachar el mensaje. Lo lee a veces, cuando pasa en la motito —se pudo comprar la primera moto— o cuando toma un helado con su novia en las mesas de la vereda de enfrente. Su chica no sabe de Mayra y él no piensa contarle. Él a veces se pregunta si no sería más prudente tachar ese número, porque algún día ella puede darse cuenta de que ese es su celular, pero no lo hace. Lo echa a la suerte: si se enoja y lo deja, habrá sido por culpa de algo mucho más grande que lo que tienen, por una conversación interrumpida antes del primer beso, la única relación perfecta que tendrá en su vida.
También puede que Mayra haya estado en cama por unos días y que se encontraran al poco tiempo para reírse juntos del desencuentro y del mal rato que sin querer le hizo pasar. Se habrán abrazado. Habrán sido felices unos meses. Pero no, no creo que haya pasado así. Por alguna razón veo con más nitidez en el mundo de las posibilidades que en días de sol él lleve a su novia a esa heladería, que después se suban a la moto —se ríen, se besan— y que él siempre piense que con Mayra todo habría sido mejor.