Para ver esta nota en internet ingrese a: https://www.diarionorte.com/a/222100
Sergio Schneider

Columnista

El horror, la coherencia y la felicidad

-Si usted quiere una foto nuestra, nos ponemos todos en fila, así la saca y se va de una vez.

La voz clara y firme de Magdalena Ruiz Guiñazú rebotó en aquel ambiente tétrico. Le hablaba a un efectivo de las Fuerzas Armadas que, a escondidas, la fotografiaba a ella y a los demás integrantes de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que recorrían las instalaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada. El hombre, seguramente desconcertado, aceptó el ofrecimiento. Los visitantes se amontonaron, él hizo la foto y se retiró.

Fotografía: diario La Nación

Fue en 1984, cuando la Conadep ya había comenzado la monumental misión que le había encomendado Raúl Alfonsín: relevar en todo el país los alcances de la represión ilegal durante la dictadura militar que había concluido en diciembre de 1983. El presidente radical había creado la comisión mediante un decreto dictado apenas cinco días después de su asunción y del restablecimiento de la democracia en la Argentina.

La Conadep tenía una composición diversa. Estaba presidida por el escritor Ernesto Sábato y la integraban otras doce personas, entre académicos, legisladores, referentes de distintos credos religiosos y otras personalidades, como el médico René Favaloro, quien acabaría renunciando en desacuerdo por la decisión de que el trabajo no alcanzara a los crímenes cometidos por la Triple A (la organización que conducía la ultraderecha peronista) antes del golpe de 1976.

Ruiz Guiñazú fue la única periodista en ese grupo. Su inclusión no era casual, sino que se basaba en su compromiso con la libertad y los derechos humanos aun en pleno régimen castrense. Muchos recuerdan que se atrevió a preguntar por la desaparición de personas nada menos que al ministro del Interior de Jorge Rafael Videla, Albano Harguindeguy, cuando la dictadura vivía su etapa de mayor solidez política. Fue también la primera periodista en llevar –todavía lejos del retorno democrático- a las Madres de Plaza de Mayo a un estudio de radio para que hablaran de lo ocurrido con sus hijos.

El encargado de transmitirle la invitación de Alfonsín para que se sumara a la Conadep había sido otro periodista, José Ignacio López, vocero del presidente. López tenía el antecedente de haber sacado la cuestión de los desaparecidos en una conferencia de prensa del mismísimo Videla antes de 1980 . En el Día del Periodista de este año el video de ese momento circuló entre los trabajadores de prensa. El rostro de Videla al escuchar la pregunta es de furia contenida. Aquellas entrevistas y preguntas eran actos que a Magdalena y a López podrían haberles costado sus vidas, y lo sabían.

Una entrega total

La anécdota sobre lo ocurrido dentro de la ESMA con el fotógrafo secreto de la Armada fue contada por Graciela Fernández Meijide, gran luchadora por los derechos humanos y madre de Pablo, un chico desaparecido por los militares cuando tenía 17 años. Ella también integraba la Conadep, que comenzó su labor aquel diciembre de 1983 y que –con una entrega descomunal de sus integrantes- entregó su informe en septiembre de 1984. Para lograrlo, los hombres y mujeres de la comisión recorrieron todo el país, reconstruyeron información sobre 340 centros clandestinos desparramados en todo el territorio, consignaron pruebas y testimonios en más de 50.000 páginas y elaboraron una lista parcial de 8.960 personas desaparecidas. Todo ese impresionante trabajo fue una base sólida para el juicio a las juntas militares que gobernaron el país entre 1976 y 1983 y la condena a sus jerarcas.

Para entender mejor la dimensión del compromiso personal que implicó aquella tarea, hay que tener en cuenta que casi todo el gobierno de Alfonsín se desarrolló en el marco de una notoria fragilidad institucional. La idea de que los militares podían volver a asaltar el poder estaba instalada en prácticamente toda la sociedad, mucho más cuando se conformó la Conadep, se fue avanzando hacia el juicio a las juntas e iba quedando claro que el regreso a un gobierno civil no iba a derivar –como en ocasiones anteriores- en una amnistía generalizada.

A pesar de esa sensación de que la democracia podía caer en cualquier momento, y el conocimiento –a partir de lo ocurrido luego del ’76- de que una nueva dictadura podía arrasar con todos aquellos que habían osado poner a las Fuerzas Armadas en el banquillo de los acusados, Magdalena y sus compañeros de misión dejaron todo en cumplir con lo que se les había encomendado. Muchos años después de eso, seguía recibiendo amenazas de muerte. "Casi las incorporé como un ingrediente de mi vida", dijo a finales de los ’90.

Descenso al infierno

Los aprietes y las advertencias desde el anonimato no fueron lo peor. En todas las ocasiones en que habló del tema, mencionó más que otras cosas el costo personal de sumergirse en los actos del terrorismo de Estado. "Yo creo que fue el relato definitivo de lo que había ocurrido durante la dictadura, un aporte invaluable, que además dejó huellas profundas en las vidas de todos nosotros. Ninguno de los datos que se publican en el ‘Nunca Más’ (el libro que reúne las conclusiones del trabajo de la Conadep) ha dejado de ser chequeado, absolutamente todo eso que está ahí ocurrió y es escalofriante, un auténtico descenso a los infiernos. Ninguno de los que estábamos en la comisión imaginaba los niveles que puede alcanzar la perversidad humana", declaró en una de esas referencias a lo hecho por la comisión.

Pese a su pasado de compromiso y honestidad, Magdalena fue una de las figuras públicas sometidas a un "juicio popular" por grupos kirchneristas, en aquella Plaza de Mayo que se llenó de maquetas que reproducían –en tamaño real- las imágenes de dirigentes políticos, periodistas y otros. La movida, empujada por Hebe de Bonafini (la misma Hebe que en 1984 le había reconocido a Ruiz Guiñazú su valentía al darles espacio a las Madres en los medios) y bancada por otros grupos K, le imputaba a Magdalena un colaboracionismo con la dictadura que jamás había tenido. Su conducta había ido en el sentido totalmente contrario, pero al oficialismo no le importó esa verdad, así como tampoco le importaron otras. Señores y señoras que hoy deben postear alegatos "contra el odio", llevaron en aquella ocasión a sus hijos a la plaza para que pudieran escupir las imágenes de los "juzgados".

Dolores y felicidad

Lo que vuelve más admirable la coherencia periodística y moral de Ruiz Guiñazú –que falleció el martes pasado, a los 91 años- es que no lo hizo desde una militancia autobombística ni le hizo falta escudarse en un alineamiento partidario. Tampoco usó su condición de mujer para victimizarse en alguna de las tantas ocasiones en que perdió trabajos por decir lo que pensaba y preguntar lo que no estaba permitido preguntar. "Ni siquiera sos radical", le dijo el funcionario de la fugaz presidencia de Héctor Cámpora que la echó de Canal 7 en 1973. También se cruzó con el propio Alfonsín, por no consentir el retroceso que fueron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y ni hablar de sus críticas a Carlos Menem. "Chiche" Duhalde abandonó fastidiada una entrevista con ella y con los Kirchner por supuesto que tampoco hubo una relación pacífica.

Este año, en una de sus últimas apariciones por sus limitaciones de salud, Magdalena recordó cosas de su vida, como el dolor que nunca superó por la muerte de su hijo mayor (de un infarto, a los 28 años) y la enseñanza materna que la configuró irreversiblemente para el ejercicio profesional: "Mi vieja me marcaba mucho que si uno tenía la suerte de tener una familia, una educación, de poder leer, uno no tiene disculpa para no ser responsable de la realidad que nos rodea. No podemos hacernos los distraídos. Al menos yo no podía", dijo, en el país de las distracciones.

Y cuando le pidieron una definición de felicidad, pensó muy poco y respondió: "La felicidad es estar vivo".