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Libro recomendado

Los carneantes

Autor: Franco Rosso

Editorial: Palabrava

Una novedad editorial muy esperada por los lectores, ‘Los carneantes’ de Franco Rosso, de la Colección Rosa de los vientos, Palabrava, Santa Fe, 2022, 100 páginas, novela de suspenso, novela breve. La preciosa edición del libro en blanco y negro se completa con una fuerte imagen de tapa, intitulada Fisuras a cargo de Paula Bocos Cavalieri.

Franco Rosso

Su contratapa fue escrita por Selva Almada, quien expresa: "En Los carneantes el campo es uno extrañado por la nubla mala, como si lo viéramos a través de ella y esa misma cerrazón desdibujara sus contornos. Un campo extinguido donde retozan humanos y animales, mutantes de la pampa gringa, monjes lisérgicos, gauchos taimados. La carneada, centro de reunión donde hierven las ollas y las cuitas. Y, sobre todo, una voz narradora que se inventa y se retuerce sobre sí misma, que es pura música, que toma de la oralidad su cadencia y su picardía. Que se oye como si estuviera escrita en voz alta".

Su autor, Franco Rosso, nació en Tostado, Santa Fe, Argentina. Estudió Cine en la Universidad Nacional de Córdoba y Profesorado de Lengua y Literatura en el Instituto del Profesorado de Rafaela. Fue cofundador en el año 2002 del grupo de escritura Prima Liter junto a Santiago Alassia, Matías Aimino y Gustavo Lombardo. En el año 2004 publicó Sobre todos los Sobre (edición Diario Castellanos). Publicó Cruz y Ficción de Ismael Fixman (ediciones Prima Liter, 2005), Tratado de la soledad bajo la lluvia (ediciones Prima Liter -Versiones de la Tan Sombra, 2009), la nouvelle Mandarinas (EMR, 2019), que fue finalista del 1° Concurso Regional de Nouvelle 2018 de la EMR (Editorial Municipal de Rosario). En 2021 publicó la novela Los idos (FEM), 1° Premio del Fondo Editorial Municipal Rafaela 2019.

Los carneantes

Así inicia esta novela, que seguramente los dejará con ganas de seguir leyendo:

Hubo nubla mala. Mucha, por demás. Era de esperarse porque la temporada había arrancado hacía semanas y tenía que instalarse de una u otra manera. Desde aquella última claridad fuerte que hizo en el otoño anterior, cuando el día fue luz hasta casi mitad de la tarde, se apostó el temporal y no dejó más de jorobar hasta mucho después de las cenizas.

Esa nubla y la garúa trajeron comadrejas a rolete al maizal, a la estancia, al poblado todo. Avanzaron por los montes, rodearon el casco y los demás potreros de la estancia y ahí se instalaron, al acecho, masticando lo que crecía y se movía. Salvo a los maíces en planta, pero sí a las ratas y a los cuises que se metían ahí adentro, entre los pasillos altísimos de las espigas, para resguardarse. Y por la guasada de comadrejas que andaban, también se llenó de Zuritas. En cunetas, montes y entre espartillos armaban ranchadas precarias con cinas, barro y nailon de silo o bolsas, y se metían a hacer covacha con yuntas y crías a cuestas. Los Zuritas se camuflaban en la densidad de la nubla para andar de caza o de rejunte de sobras. Más que nada, era a la nochecita que andaban, a la hora del hambre, cuando entraba la sombra, al igual que todas las demás plagas que vinieron a curarse el buche a las orillas de los montes, en las cunetas linderas a las estancias de los gringos.

Pero el invierno también traía a los carneantes a estos campos. El Pino decía que los carneantes eran la peor de todas las plagas y que no había que distraerse en otras cuestiones. Que andaban como comadrejas panzonas empachadas de todo. Que arrasaban con el vino y la comida como si fueran esas mismas alimañas a la hora del hambre. Eso decía: que eran la peor plaga que había en estos pagos. Y que, de no ser por estancieros pijoteros como ellos, no habría otras plagas ni Zuritas a las vueltas. Les decía carneantes a modo de insulto, porque decirles carneadores les quedaba grande, y esto los enojaba.

Andaba embroncado porque los demás carneantes estaban al llegar, como cada invierno, a la fiesta de faena que daban los Mondino: Doña Carmen y el Bautista. Lo único que le hacía pasar la bronca era saber que el Vasco Astisuaín iba a caer junto a la Chilena. Eso lo ponía ansioso y lo hacía olvidarse de la llovizna constante, el temporal instalado de nubla mala, la rutina y las plagas. La Chilena le hacía pasar cualquier mufa…

Estos días pasados el Pino anduvo, más bien, en otros asuntos. Dejó de lado esos enojos que venía amontonando por cualquier pavada y pasó largos ratos acompañando al Tataí. Resultó que andaba enclenque, el viejo, y le estuvo devolviendo un poco de atención al pobre. La misma que le había dado a él en sus días de crío. Hubiera querido que esa clareada de martes no llegara nunca. Sin embargo, llegó a sus anchas. Con frío pasmoso y enlutado, de garúa helada, esa pareja e incesante y de jorobar.

Ese martes que faltó, el Tataí había estado desde temprano jugando a las bochas con Don Venancio. El Venancio llevaba muerto ya hacía como veinte años, si no más, casi desde que se instaló la primera temporada fuerte de nubla mala. Era un ladero compinche del viejo que lo acompañó en varias desgracias y alegrías. Después del almuerzo, antes de la siesta larga, el Bautista y Doña Carmen le avisaron al Pino que lo habían visto al Tataí. Dijeron que estaba frente al ventanal que da al gallinerito y que lo vieron bastante achacado, que tal vez podía ser por la humedad o el temporal o por todo junto, vaya a saber. También le hicieron el comentario de que lo escucharon charlar con sus padres. Que era con su madre, más que nada, que hablaba. Que parecía que ella le conversaba y él afirmaba y respondía como un chico. Lo escucharon hablar de bueyes perdidos, de recetas para comadrejas braseadas y de algunas chanzas que le hacía él. De los fríos cada vez más fuertes y de la promesa de madre, de cocinarle un caldo gordo para que se durmiera templado y cálido. Al rato lo vieron caminar por la galería de la casa grande. Hacía la digestión con ese ir y venir de paso cortito y amontonado, así como eran las siestas en temporadas de inviernos de nubla mala. Se vareaba con las manos cruzadas en la espalda como si ahí le escondiera a la providencia una apatía de antaño, para que no se la arrebatara en un descuido. Llegaba hasta la punta sur y levantaba la vista achinando los ojos para ver un más allá borroso, que no llegaba nunca. Ya no tenía las cejas abultadas que le frenaran el agua en la frente para el resguardo de la vista. Entonces rezongaba por esa garúa del sur que le pegaba en los ojos y lo hacía pestañar más que de costumbre.

A la siesta larga la durmió sentado en el alero que da al este. Durmió al cobijo de su gorro de lana encajado hasta debajo de las orejas. Al lanudo —como le decía él— se lo había tejido su tía abuela en algún otoño antiguo cuando ni miras de que se instalaran los temporales. Lo usaba siempre para el arreo de las vacas, para el tambo en madrugada. Cuando los fríos húmedos escarchaban la alfalfa hasta quebrarse al pisarla. Años antes los fríos eran peores acá en en la zona. La mayoría de las noches se podían ver las estrellas. Un firmamento de luces mágicas, que le decían, y el rocío bravo que bajaba de golpe y demoraba una eternidad en irse. Todavía lo tenía al lanudo porque era parte de su cuerpo y lo cuidaba más que a cualquier cosa.

Ya no andaba de protestas —y de esto hacía rato— por el panal de lechiguanas que se había formado en la esquina donde colgaba parte de la canaleta oxidada. Allí, el zumbido de los aleteos era constante. Más aún, en las tardecitas cuando volvían al panal y revoloteaban un rato alrededor de esa pelota gris que crecía y tomaba dimensiones espectaculares. Por más que le jodieran la siesta y que fueran un peligro por su alergia, el Tataí no permitía que le arrimaran fuego ni flit ni pesticida. Había hecho una tregua, un pacto con las lechiguanas y de ahí que nunca lo volvió a picar una.

Parecía un chico el Tataí, pero tenía sus achaques dibujados en los pliegues de las manos. Sus ochenta y siete le rebalsaban por cada pelo de las orejas. Le caían como baldazo los años de bracero entre los puesteros de la estancia.

Los carneantes le tenían aprecio al Tataí, pero no así al Pino. Decían que el Pino le tocó en desgracia por obra del Mandinga. Que le era un desprecio de la providencia —vaya a saber por qué, porque el Tataí era animal de fuerza, hombre de ejemplo— y que el chango le salió encaprichado y malacara. Un fuin, bah.

Ahora ahí andaba el Tataí: tirado por los rincones, hablándoles a fantasmas criollos que vuelven con la espesura. Casi ido, como si fuera una cáscara seca, ya vaciado de lo que fue.

El Pino conocía de sobra las arrugas de su padre. Cuando lo miraba hacer, desde la casa grande, pensaba en todo eso. En que ese hombre ya no habría de querer cargar más con esos cueros jedientos y arrugados. Que de seguro andaba en charlas con la huesuda para que le hiciera rancho entre los diablos de allá abajo. Qué despropósito la vejez para ese hombre, pensaba. Lo rumiaba, como anticipándole una muerte sencilla. Esa misma muerte, que le venía acariciando las ancas día tras día y que, a la final, le fue bienvenida unas horitas después, bajo la galería de las lechiguanas, con el lanudo clavado hasta la nuca y abrazado con él mismo, como dándose el calor necesario para ablandar la rigidez del frío del cuerpo.

Habría que apurarse para el velorio. Los Zuritas olfatean la carne que se pudre desde kilómetros entre la nubla. El viejo Bautista se ofreció para que a la vela no le faltase nada ni nadie, pero el Pino se negó a tanto barullo y espamento. Le dijo que gracias, que dejara nomás, que él solito le daría una espera justa y entierro.