El venenito
Por Miguel Ángel Molfino
Es un bar que está a un costado de un pequeño hospedaje; por delante y a unos cien metros pasa la ruta 11. Una maleza seca y canosa deja al descubierto el techo de chapa de donde cuelgan bombitas de colores. Solo de noche se prenden para anunciar que ya está abierto El venenito, un prostíbulo triste y pobre. Un cartelito de lata pintado de amarillo lo anuncia. A eso de las seis de la tarde empiezan a llegar los clientes de la zona. Entonces se van formando la hilera de bicicletas, algunos caballos y motos de baja cilindrada. Y más entrada la noche, se suelen arrimar algunas camionetas que estacionan, discretas, en los fondos y bajo unos paraísos.
Así fue como un auto emergió sobre la solitaria ruta. Las luces encendidas abrían la todavía inestable noche. Eran las ocho. El cielo parecía un lago de aguas de sangre.
El hombre divisó la hilera colorinche alumbrando el frente del local, pero lo que lo decidió a detenerse fue el cartel que colgaba de un armazón de madera, en el que se leía:
MOTEL AMORES
Estaba reventado, había salido de Formosa cerca del mediodía y necesitaba descansar por lo menos un par horas. También pensó que, por ahí, ese sitio era el lugar del que le habían hablado. Este pensamiento lo irritó, no era un buen día para recibir viejas sorpresas.
Estacionó frente al motel, se registró, y se encaminó hasta la construcción de los foquitos multicolores. Leyó El Venenito y sonrió. Necesitaba un trago antes de dormir, un whisky, una ginebra, lo que sea.
La estancia no era muy amplia y se hallaba poco iluminada. Sobre la punta de la barra, un pasacasete grande como un cajón de lustrar zapatos dejaba escuchar la voz inconfundible de Ricardo Arjona. El piso de tierra apisonada soportaba unas seis mesas con sillas ubicadas en semicírculo, delimitando un espacio en el centro que seguramente funcionaría como pista de baile. Delante de las ventanas que daban a la oscuridad del patio se extendía la precaria barra de madera de pino, laminada su superficie con estaño.
Había un hombre viejo acodado en la mesa más penumbrosa, a dos mesas. Lo miraba absorta una morena esmirriada que no parecía llegar a los quince años y en la barra, un gringo, tal vez hijo de polacos, con los puños apoyados en el estaño, seguía con sus ojos al forastero. A su costado se abría una abertura sin más puerta que unos flecos colorinches de hule.
Un trío de amigos, acodados en el estaño, detuvieron sus ginebras para vistearlo, segundos después regresaron a su charla. Hacia el fondo del local había una puerta que daba a un patio poblado de dos mesas y lugareños. Una humareda cruzaba la oscuridad y las risas, dispersando un jugoso olor a carne asándose.
El recién llegado se sentó a una mesa cercana a la barra, suspiró y se arremangó las mangas de la camisa.
¿Qué quiere servirse?, dijo el gringo sin moverse de su sitio. Si tiene un whisky, quiero un whisky, dijo el tipo, con dos hielos, por favor. A espaldas del gringo había pocas botellas, una era un White Horse. Whisky adulterado en la frontera, imaginó el tipo, y hurgó en los bolsillos del pantalón buscando su celular. No tenía mensajes.
Una mujer alta, sinuosa y de rasgos melancólicos surgió de la nada, fumando. Avanzando en un exagerado caracoleo y sin pedir permiso, se sentó en la mesa del forastero. Dijo hola, sonrió, pitó el cigarrillo y echó una humareda que le envolvió la cara por unos segundos. Cuando se disipó, el hombre vio los labios gruesos y rojos, el escote desbordado por un par de senos pecosos y la mirada que imitaba sin éxito la lascivia.
Hola, respondió el tipo, y miró a su alrededor. Llegó el gringo con el vaso de whisky. ¿Querés tomar algo?, dijo el hombre y bebió un trago, yo te invito, balbuceó.
Te quiero a vos, beboteó la mujer. Poseía una belleza gastada, sin ánimo; parecía haber envejecido bruscamente, en un par de semanas, a la luz pobre del lugar. Quiero tu venenito, volvió a murmurar, y rasgó su cara en una sonrisa que parecía prestada.
El hombre bebió dos largos tragos y dejó el vaso sobre la mesa. Con una mano pidió la cuenta al gringo sin dejar de mirar a la mujer. Pagó, sin que sus ojos abandonaran el rostro de la copera.
—Sos vos…— dijo el forastero.
Se levantó rabioso, casi tiró la silla, y cuando le dio la espalda, escuchó la voz de la mujer:
—Y vos sos vos…— maulló.
El hombre llegó a su cuarto cargando su pequeña valija y un portafolio. Un dormitorio imaginable, un baño desaseado y rociado con una fragancia química. Se quitó la camisa y se dejó caer de espaldas en la cama.
La tristeza, las cartas decepcionantes que le jugaba el destino, lo desanimaban. Nunca entendería por qué se le dio por buscarla.
Dos golpecitos en la puerta. Abrió los ojos, se incorporó y abrió.
Era ella, con dos vasos de whisky, la mirada oscura del rimmel clavada en su cara, el cuerpo tenso y listo para un falso coqueteo.
Años atrás, que podían ser muchos o mezclarse en la vaguedad de un puñado de días felices, ella había entrado en la habitación del hombre, en su casa de Barranqueras, unos meses antes del matrimonio.
¿Por qué la había buscado? La había perdido, casi seguramente, por hartazgo, por esa necesidad que tenía ella de encontrarse con otros hombres, por imaginarla desnuda y entre las sábanas con tipos de espaldas desconocidas.
La mujer se sentó, cruzó las largas piernas surcadas por venitas azules, colocó los dos vasos de whisky sobre la mesita que daba a la pequeña ventana, cerró los ojos. Pareció dormirse.
Como una correntada venenosa, el hombre recibió una oleada de calor que le inundó la garganta. La imaginó desnudándose en ese momento, quitándose los aros, liberando sus senos, contoneándose hacia la cama, echándose boca abajo.
Nunca se le había ocurrido llorar. Tampoco nunca se le había ocurrido matar a una mujer.
Ella le acercó el vaso de whisky y le dio de beber un trago. Lo miraba muy cerca de la cara. El hombre supo que esos ojos estaban condenados a preguntar. Bebió otro trago de whisky.
—Hoy es tu día de suerte, Vera. Hace años me propuse matarte y hoy, fíjate vos, no tengo ganas. Ni sé si traje el 38. Todavía me gustás…
—Y entonces, aprovechemos, papi.
—Pero no te pienso pagar, te aviso.
—Ay, Lucho, acepto Visa y débito, no te hagás el pobrecito.