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Un invasor menos

Lo descubrí de pura casualidad. Tal vez me senté a su lado porque era el único parroquiano. Tal vez fue porque había dos taburetes solitarios, frente al mostrador del barcito. O tal vez alguno de mis sentidos ocultos me avisó que ése era el hombre.

Nos miramos. Me pareció que estaba atontado por el alcohol. Supuse que él iba a hablar primero. Y acerté.

No se ve un alma en esa podrida calle —gruñó.

—También, con esta noche… —aprobé, apelando a toda mi originalidad.

Su brazo se estiró para depositar el vaso. Divisé claramente el signo maldito, grabado en el gemelo de oro: la hache con tres patitas curvas. El isotipo de Ummo.

Entonces, todo era cierto. Los ummitas habían llegado. Los visitantes de Wolf-424 estaban entre nosotros, bajo apariencia humana. Uno se escondía en nuestro mismo pueblo. Tenían razón los diarios y las revistas, con sus denuncias sobre hechos incomprensibles en toda la zona.

Junto a mí, tomaba un whisky el invasor que había acabado con las investigaciones de Erika. Y también con su vida joven. Él era quién había cambiado los frascos de lugar provocando el accidente. Mi amiga sabía mucho sobre Ummo. Y yo también. Ahora, sabía más que nunca.

La ocasión de vengar a Erika se presentaba magnífica. Un boliche vacío, un barman bastante adormilado, poca luz…

Le hice una seña al hombre de detrás del mostrador, pidiendo un café. Me acerqué más al ummita, haciendo girar mi taburete. 

—¿Usted es de acá? —le pregunté. 

—No. Vine hace unos meses, a trabajar.

—Ah.

A trabajar. Como si yo no supiera a qué le llamaba trabajar. Apoderarse de las voluntades terrestres, eliminar a todo aquel que se metiera a investigar. Preparar el planeta para la invasión total. Ese era el trabajito. El barman dejó el café y desapareció tras las estanterías llenas de botellas. Decidí dar por terminada la tarea del invasor en este mundo. Cambié mi paraguas para el costado derecho y apreté disimuladamente el botón para la activación del veneno. Apoyé la punta entre sus costillas y disparé, sin darle tiempo a la menor reacción.

El ummita me miró, con todas las sorpresas del Universo agolpadas en sus ojos de pescado. Se desplomó antes de comprender.

—Me parece que es un infarto —le dije al barman que se acercaba, alertado por el golpe del cuerpo al caer—. Voy a buscar un médico.

Salí del café, con una gratificante sensación de deber cumplido que me hinchaba los pulmones.

Un invasor menos. Una amiga vengada.

Los de Wolf-424 no se la van a llevar de arriba. Pretender la Tierra para ellos es algo tan absurdo como intolerable. No lo permitiremos. El tercer planeta es nuestro. Nos pertenece. A mí y a todos los emisarios de Grokkk-XVIII. No vamos a dejar que se nos escape el fruto de tres millones de años de trabajo.

*Publicado en "Humor y ciencia ficción" (1979)