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Mojave

A contraluz, la figura de Patiño era una lámina destellante.

Cuando atravesó la malla del resplandor y recuperó el cuerpo flaco, arqueado, en ese instante, patinado de sudor, el forastero le echó una ojeada y con un ademán rápido lo invitó a sentarse.

El forastero hablaba en inglés. Inglés o yanqui, parecía un europeo, un belga o un holandés, y nadie se explicaba por qué su voz débil y metálica había elegido el inglés para hablarles. Con una rama de paraíso, en un movimiento continuo, rayaba la tierra reseca y polvorienta.

Anello trajo la carne en la motoneta. La descargó, la dejó sobre los tablones que Roa había dispuesto sobre los caballetes y pidió un cigarrillo a Papusa. En ese momento, Patino escuchaba un extraño relato. El forastero contaba la historia casi al borde de la línea de sombra, la redonda y perfecta sombra del paraíso. Roa escuchaba semidormido, tumbado en el suelo, contra el tronco. En realidad, Roa oía la marejada de palabras en inglés como cuando oía el fluir dorado y chasqueante del río a la siesta: esa era la sensación de Roa, es decir, esa era la lejana sensación de Roa ensoñado mientras el forastero contaba ese asunto del afrodisíaco.

El terreno era fiscal y fue Anello quien eligió hacer el asado en ese sitio y a esa hora: Si es cierto que las placas continentales derivan, en una de esas, en el momento de las mollejas, nos podemos encontrar en las proximidades de la Costa de Marfil para asombro del amigo extranjero, dijo Anello, en vísperas del asado.

El calor ariscaba el aire, casi coloidal, limpio, calmo, caldeado.

Patiño, salteado, entendía la historia aunque más le llamaba la atención el modo en que pronunciaba las eses y las te-haches. Entendió, por ejemplo, cuando el tipo dijo California, y le costó mucho más comprender que ese desierto que empezaba a asomar en los ojos desteñidos del forastero era el desierto de Mojave.

Con la boca reseca, babeando imperceptiblemente el filtro del cigarrillo, Armando Anello ingresó a la narración en la palabra Hutchins, un tal Hutchins, un vaquero o un vagabundo exvaquero que detuvo su tráiler a menos de cien metros de un prostíbulo. Fire Horse, pronunció el tipo.

Roa se levantó y se encaminó hacia el sitio en donde estaban el carbón (dos bolsas), el bidón de querosén, un puñado de astillas de leña y la parrilla plegable. Voy a preparar el fuego, murmuró.

Hutchins pagó veinte dólares y el mexicano que atendía la recepción del burdel, con un golpe de cabeza, llamó a la morena. Era escandalosamente bella.

Una virgen, dijo el forastero. Parecía que va a tener su primer hombre esta tarde, bajo el sol abrasador de Mojave.

Patiño jugaba con su llavero, golpeándolo contra el muslo, contra la tela gastada del jean. Estaba fascinado por el sonido decaído, como aluminizado, que brotaba sin pasión de la voz del forastero. Podía afirmarse que Patiño desconocía el grueso del relato ya vertido, ya fuera por su calamitoso inglés, ya fuera por la hipnosis que le provocaba la cadencia de la pronunciación de algunas palabras como artfull, breaker o swoop, lo cual no le permitía aferrarse a la narración.

Hutchins llevó a la mujer a la cama. En verdad lo que el forastero dijo fue: Hutchins llevó a la mujer a su auto, la sentó en la butaca del acompañante y le pidió que lo aguardara. Hutchins se metió en la tráiler y demoró lo suficiente como para llegar a la cabina con un par de vasos de papel y dos latas de cerveza.

Pasame los fósforos, Papusa, gritó Roa. Estaba por iniciar el fuego. Había reunido un piso de carbón matizado con astillas y bollos de papel de diario embebidos en querosén.

Papusa leía El Tony a unos seis metros del paraíso en donde el forastero contaba la historia del vaquero en el Mojave y se hallaba a un tiro de piedra del lugar en que Roa iba a comenzar el asado. Reconcentrado como estaba en la lectura, no escuchó el pedido de Roa. Pasame los fósforos, sordo, gritó Roa. Y Papusa se los arrojó casi sin mirarlo, y arrastrando el traste en el suelo se corrió medio metro buscando una mayor sombra bajo el guardabarros trasero de la estanciera. El sol hacía llover un aire de fuego, blanco, incandescente: eran las doce menos diez.

El pensamiento que atravesó a Roa, en el instante en que el pequeño peso de la caja de fósforos rebotaba en la palma de su mano, fue instantáneo, una descarga eléctrica breve: temió que los fósforos se encendieran. Se vio caer envuelto en llamas.

Sirvió la cerveza y antes de alcanzarle un vaso a la mujer Hutchins arrojó una pastilla afrodisíaca, que dejó una marca en la espuma y se disolvió. Ella bebió de un solo y largo trago el contenido del vaso.

La sombra, imperceptiblemente, se iba corriendo. El forastero proseguía su relato, ahora con media cara blanqueada por el sol. Anello buscó de reojo a Patiño y lo sorprendió alelado –semicerrados los ojos, la boca desdibujada por un gesto blando– y pensó que el creciente calor, tal vez, se debía a la mezcla del sol torrencial del Mojave con el sol torrencial del mediodía en Barranqueras. Deseó fumar pero prefirió demorar el cigarrillo ya que Hutchins se encontraba boca arriba en la cama del tráiler esperando a que hiciera efecto el afrodisíaco en la muchacha, que permanecía sentada en la butaca, haciendo girar el dial de la radio.

Hutchins tomó en sus manos una peineta española de nácar que había pertenecido a su madre y comenzó a jugar con ella, arrojándola por el aire para después atraparla. Lo cierto es que el vaquero se quedó dormido. Durante unos tres cuartos de hora roncó, vestido, empapado en sudor.

El forastero corrió su asiento de loneta hacia adentro de la sombra. Masculló algo. Tanto Patiño como Anello entendieron que esas secretas palabras no incumbían al relato. Patiño se abrió dos botones más de la camisa y dejó al descubierto el hueco del esternón apretado en el pecho chato y luminoso de transpiración.

Cuando Hutchins despertó, recordó que lo esperaba en la cabina la prostituta. Se calzó las botas, con una toalla mojada se frotó la barbilla y la frente. Hutchins alcanzó a escuchar la radio encendida, distante, en la cabina. Un locutor anunciaba los temas más exitosos de la semana y para todo el Estado de California.

Se aproximó a la ventanilla para sorprender a la chica. Pero ella ya no estaba para sorpresas. Estaba muerta. Hutchins jamás quiso contar de qué murió esa mujer.

El forastero calló. Sus ojos desteñidos tocaron primero a Anello, después a Patiño. Anello dijo entonces: Mierda. Patiño, rozándose la punta de los zapatos con la vista, compuso un gesto incompleto de consternación y hamacó la cabeza hacia adelante dos veces.

Bajá la conservadora y serví unos vinos, gritó Roa en dirección al paraíso. Anello se levantó y dijo: Ya va.