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¿Qué aprendió la ciencia a partir de la pandemia de Covid-19?

Nunca como en los  últimos dos años los términos médico-científicos salieron a la  calle. La pandemia de Covid-19 impuso una palabra que lo atravesó  todo y a todos: urgencia. 

   La necesidad imperiosa de encontrar respuestas correctas era de  los profesionales de la salud y de los investigadores científicos,  como también de los líderes políticos y de la población mundial en  general. 

   La incertidumbre se instaló tanto para cuestiones absolutamente  cotidianas -desde el uso del barbijo hasta si había que instaurar  cuarentenas extendidas, si las escuelas eran focos de contagio o  si la prevención consistía también en limpiar superficies, entre  muchas otras-, como para cuestiones muy técnicas y complejas, como  dar con un tratamiento y/o lograr una vacuna que brindara  protección.

   Hoy surgen nuevas preguntas: ¿qué tuvo de distinta esta  pandemia respecto a las anteriores como para que se lograran  respuestas rápidas? Ante una nueva situación, ¿la ciencia podrá  responder igual o mejor? En definitiva, ¿qué enseñanza dejó el  Covid-19 en la comunidad científica que pueda capitalizarse en el  futuro? .

   Lo que sí

  Las vacunas anticovídicas resultan una muestra de cómo la  investigación científico-médica consiguió con éxito atender la  urgencia acelerando los tiempos habituales de exploración, testeo  y producción. 

   Por un lado, estuvo disponible una fuerte financiación y miles  de científicos contribuyeron al esfuerzo. Además, mientras que  para los ensayos de cualquier otra vacuna suelen ser necesarios  entre 12 y 18 meses para reclutar participantes, en este caso, se  inscribieron muy rápidamente varias decenas de miles de personas. 

   Eso dio como resultado que estas vacunas hayan sido probadas en  una mayor cantidad de personas de lo que habían sido las  anteriores para otras enfermedades. 
   A su vez, debido a la alta prevalencia de Covid-19 en la  población, la observación de la eficacia de las vacunas basadas en  las infecciones naturales fue más rápida de lo que sería con otras  enfermedades más raras. 

   Hubo algo más, las empresas farmacéuticas asumieron riesgos  financieros y comenzaron a invertir en la fabricación desde el  principio, por lo que no hubo ningún retraso entre la finalización  de las pruebas y la puesta en marcha.

   Allí se concentran todos los aciertos: una robusta inversión  financiera público-privada, ensayos clínicos colaborativos  transnacionales e investigadores lo suficientemente capacitados  como para estar a la altura del desafío.

   Lo que no

   En pos de la urgencia, la ciencia pasó algunos semáforos en  rojo. Hubo drogas o moléculas candidatas a tratamientos -por  ejemplo, el tratamiento con plasma, la ivermectina y la  hidroxicloroquina- que se probaron de manera imperfecta, con  diseños y muestras incorrectas, se sacaron conclusiones prematuras  y llegaron a la opinión pública como soluciones cuando no lo eran.

   Un ensayo clínico precisa muchos voluntarios a los que se les  explica que, al azar, se les va a administrar la droga o el  placebo y firman un consentimiento. Cuando un paciente considera  que esa droga es la que lo va a salvar, exige que se la  administren y eso obtura la posibilidad de obtener evidencia de  buena calidad, además de dilapidar recursos y traer efectos  adversos. 

   Por otra parte, esas drogas tienen indicación para otras  enfermedades por lo que, al empezar a usarse en forma errónea y  masiva, dejan de estar disponibles para los cuadros que sí las  requieren.

   Lo importante es subrayar que la ciencia está (y estaba)  preparada para saber cómo manejarse ante la urgencia. Un documento  de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), ‘Uso de  emergencia de intervenciones no probadas y fuera del ámbito de la  investigación‘, da las pautas para que la ciencia y la medicina  usen una droga de emergencia pero cumpliendo con ciertos  requisitos: no tiene que haber ningún otro tratamiento eficaz, no  se pueden iniciar ensayos clínicos inmediatamente y tienen que  existir trabajos preliminares que apoyen la eficacia y seguridad. 

   Además, las autoridades del país y los comités de ética de  investigación tienen que aprobar este uso y debe haber recursos  adecuados para que se minimicen los riesgos. Los pacientes tienen  que firmar un consentimiento y deben ser informados respecto a que  se les está administrando un suero de protocolo de emergencia, que  se supervisa, se registra, se documenta y se comparte con la  comunidad científica. 

   Eso no se cumplió con algunas de las drogas que se probaron  para tratar el Covid-19, por el contrario, se confió en la  eficacia de tratamientos que resultaron inútiles o dañinos,  simplemente porque se bajó la vara estándar respecto a cómo se  prueba la eficacia de un medicamento.

   Por otro lado, la ciencia es atravesada por la política y eso  se vio muy presente durante la pandemia, donde hubo drogas  defendidas por ciertos líderes. 

   Fue dañino el uso de la política, cuando teníamos que  preguntarnos por cosas como si las escuelas eran foco de contagio,  la cuestión se tiñó de posiciones que obturaron la discusión  científico-académica que implicaba poner las múltiples variables  sobre la mesa y hacer una evaluación. 

   La conclusión es que ante la urgencia, se necesita más ciencia.

Creo que el gran aprendizaje que tuvimos es que la emergencia no  debe precipitarnos a bajar la vara científica. Declarar el éxito  de una intervención, supone cumplir con una metodología que ya  está seteada, tiene que haber ensayos clínicos bien diseñados y  eso es fundamental más allá de la prisa para encontrar soluciones.

 Autora de nota: Directora del Departamento de Investigación del Instituto  Universitario Hospital Italiano de Buenos Aires.