El secreto del viejo flan
Agnes había deseado todo el día un bebé, así que no se sorprendió cuando miró por la puerta de vidrio del horno y encontró uno.

Envuelto en una franela limpia, el bebé durmió sobre el soporte de alambre mientras ella fregaba botellas sucias, preparaba recetas y sacaba la cuna del desván. Cuando Glen regresó del trabajo, ya ella le estaba dando el primer biberón.
—¡Mira! —exclamó Agnes—. ¡Un bebé!
—Dios mío, ¿de dónde lo sacaste? —dijo Glen; el rostro rosado y saludable se le había puesto blanco—. Sabes que es ilegal tener bebés.
—Lo encontré. ¿Ilegal por qué?
—Todo es ilegal —susurró Glen, apartando con cautela las cortinas para espiar hacia afuera—. Muy cerca. —En la cara de Glen, sobre el enorme y rosado cubo de la cabeza, se notaba cierto cansancio.
—¿Qué pasa?
—Ah, nada —dijo él, de mal humor—. Va a estallar otra guerra del petróleo, eso es todo.
Glen era una figura patética tratando de no proyectar sombra sobre las cortinas. Su brillante traje de plástico, ajustado como un guante, distaba mucho de ajustarle como un guante, y hasta la capa le quedaba floja.
—¿Ah, sí? ¿Eso es todo?
—No. Oye, ¿no te parece que ese vecino hace mucho que barre hojas?
—Contéstame. ¿Qué sucede? ¿Algo en la oficina?
—Todo. El papel carbónico y las estampillas y los sujetapapeles han empezado a desaparecer. Tengo miedo de que me echen la culpa. El jefe va a comprar una computadora para seguir la pista de lo que falta. Alguien me robó la libreta de racionamiento en el tren, y descubrí que tenía el diario de la semana pasada. Las acciones de IBM están bajando, tímidamente. Estoy resfriado, o alguien me robó la libreta de racionamiento en el tren, y descubrí que tenía el diario de la semana pasada. Las acciones de IBM están bajando, tímidamente. Estoy resfriado, o algo por el estilo. Y… y van a suprimir el Sistema Decimal Dewey.
—Estás sobreexcitado. ¿Por qué no te sientas y hamacas al nuevo bebé en tus rodillas mientras yo saco algo para cenar?
—¡Robando alimentos! ¡Es indecente!
—Todo el mundo lo hace, querido. ¿Sabías que encontré al bebé en el horno?
—¡No!
—Sí, es raro. Deseé toda la tarde un bebé, y allí estaba.
—¿Cómo andan los otros artefactos?
—El lavarropas automático trató de devorarme, el lavaplatos está desapareciendo; no habremos pagado alguna cuota.
—Sí, y la cuenta está en descubierto —dijo Glen, con un suspiro.
—El balde de la basura está cosquilloso.
—¿Cosquilloso?
—Mirá.
Glen no miró hacia donde ella señalaba. Continuó espiando por la ventana hacia donde estaba cambiando el tiempo. Por la calle bajaba lentamente un vehículo de recepción. No podía leer el cartel, pero reconoció la coraza blindada y los hocicos azules de las ametralladoras.
—Sí, allí está en el fregadero, cosquilloso. Y no quiere comer. Aunque a la garantía se la comió.
El vecino, un tal "señor Green", dejó de barrer hojas un instante para anotar el número de matrícula del vehículo de recepción.
—No está cosquilloso, querida. Está quisquilloso —dijo Glen.
—Tienes un vocabulario tan grande. Y ni siquiera lees "Cómo Formar Grandes Palabras".
—Leo el Resumen Existencial cuando tengo tiempo —confesó Glen—. Pero la semana pasada respondí al cuestionario y supe que no estoy suficientemente alienado. Por eso me siento tan orgulloso de nuestros chicos.
—¿Jenny y Peter?
—Esos.

Agnes lanzó un suspiro.
—Me gustaría leer algún día un ejemplar del Irish Times. Entre paréntesis, las papas tenían otra vez veneno. En cada agujero.
Fue al dormitorio y puso al bebé en la cuna.
—Voy a bajar, para darle vueltas a algo en el torno —anunció Glen—. Algo que valga la pena.
—Antes quítate la capa. Recuerda las leyes de seguridad que nos enseñaron en la A.K.M.
—Dios santo, ¿cómo me podría olvidar? Apagar todas las velas. No ponerse nunca de pie en una canoa o en una bañera. Solo nombre, categoría y número de serie. Aceptar cheques sólo si son endosados en presencia de uno. No permitir que las ratas mastiquen fósforos, si es que así lo desean.
Glen desapareció, y al mismo tiempo llegaron de la escuela Jenny y Peter, exigiendo un "bocado". Agnes les dio goulash húngaro, pan y manteca, café y torta de manzana.
Le pagaron 95 centavos cada uno y le dieron 15 de propina. Eran niños ceñudos y huraños que hablaban poco mientras comían.
Agnes les tenía un poco de miedo. Después del bocado se sujetaron pistolas a la cintura y salieron a cazar a otros niños antes de que oscureciera demasiado.
Agnes lanzó un suspiro y se sentó frente a su transmisor secreto.
"Esperamos a la tía Rosa en el tren del mediodía", transmitió, "Hice los arreglos para conseguirle los gladiolos. Traten de que ese dulce de chocolate salga en el vuelo 400 a París con velas. El jardinero necesita una pala con urgencia".
Después de un momento llegó la respuesta. "Lo de la pala solucionado, el dulce de chocolate no tiene repito, no tiene, velas. Usaremos ddt. No dejes salir a Rosa hasta que haya noticias de Violeta".
Siempre los mismos mensajes aburridos e incomprensibles. Agnes escondió el transmisor en el tarro de los bizcochos mientras Citen subía por la escalera. Estaba segura de que Citen tenía su propio transmisor en el sótano. Todo parecía indicar que era precisamente con él con quien se comunicaba todas las noches.
—¡Mira esto! —dijo, orgulloso, mostrando el poste superior de la baranda de la escalera.
Afuera un avión arrojaba papeles. El vecino corría de un lado a otro barriéndolos y quemándolos.
—Todas las noches la misma maldición —dijo Glen, haciendo rechinar los dientes—. Todas las noches nos tiran papeles pidiéndonos que nos rindamos, y todas las noches ese imbécil los quema. A este paso nunca sabremos quiénes son "ellos".
—¿De veras es tan importante? —preguntó Agnes. Glen no respondió—. Vamos, no seas cosquilloso. Te diré qué es lo que quiero hacer. Quiero viajar en un vagón de Forrocarril.
—Ferrocarril —la corrigió Glen—. Es imposible, el Ministerio de Salud Pública dice que moverse a más de 40 kilómetros por hora contribuye notablemente a la aparición de cáncer.
—¡Te importa tanto lo que me sucede!
Glen inclinó el gran cubo de la cabeza con resignación sobre el televisor.
—Ya verás —dijo— que parece un inocente partido entre el Ejército y la Marina. Y tal vez lo sea. Quizá la pelota no estalle cuando la patee. Quizá esa serie de juegos no sea más que una coincidencia.
—El número veintisiete desaparece atrás para pasar —murmuró Agnes—. ¿Qué significará eso?
Glen sintió que la mano de ella buscaba la suya en la penumbra de la sala. La tomó después de asegurarse de que no usaba el anillo envenenado.
—Un resfrío común —murmuró Glen—. Lo llaman el "resfrío común". A propósito, ¿te dije que nuestra cuenta está en descubierto?
—Sí. Es ese maldito auto. Tendrías que pedir todos esos detalles especiales.
—¿La bazuca en el baúl? ¿El radiogoniómetro? ¿La torre para ametralladoras? Hace años que los tienen todos, Agnes. ¿Qué se supone que debo hacer si la policía me empieza a perseguir? ¿Tratar de correr más que ellos, bajo el peso de toda esa coraza blindada?
—De veras no sé de qué vamos a vivir —dijo Agnes.
—Podemos comer estampillas verdes hasta que...
—No, las confiscaron esta mañana. Me olvidé de decírtelo.
Los chicos entraron en tropel, envueltos en olor a barro y a explosivos. Jenny se había rasguñado una rodilla en una barrera de alambre de púas. Agnes le puso una curita, y les dio calé y buñuelos, 15 centavos. Luego los mandó arriba a lavarse los dientes.
—Y por Dios, no usen el agua de la canilla —les gritó Glen—. Tiene algo. —Fue al cuarto donde dormía el bebé y volvió en un minuto, meneando la cabeza.— Juraría que hace tictac.
—Ay, Glen, salgamos de aquí unos días. Vayamos al campo.
—Sí, claro. Viajar treinta kilómetros por caminos minados para mirar un par de bostas. Tú no le atreverías a bajar del coche por miedo a las víboras mortales. Y han sembrado lodo con hiedras venenosas y virus gigantes.
—¡No me importaría! Sólo una bocanada de aire fresco. . .
—Claro, Gas paralizante. Gas vomitivo. Gas lacrimógeno. Polen. Aunque sobreviviéramos, nos arrestarían. Nadie va al campo, excepto los traficantes de drogas que buscan tabaco silvestre.
Agnes se echó a llorar. Todos eran otros. Nadie era el que era. El basurero le examinaba los mensajes al lechero. En el parque, todas las palomas llevaban cápsulas metálicas sujetas a las patas. En el campo había bostas, pero no vacas. Hasta en el supermercado había que cuidarse. Si uno elegía cosas que pareciesen tener algo de forma...
—¿Quedan copos de algodón? —preguntó Glen.
—No. En la heladera no queda nada más que un poco de flan viejo. No lo puedes comer, tiene encima un mapa. Glen, ¿qué vamos a comer?
—No sé. ¿Qué te parece... el bebé? ¡Bueno, no me mires así! Lo encontraste en el horno, ¿no es cierto? ¿Qué habría pasado si encendieras el horno sin mirar adentro?
—¡No! ¡No voy a dar el bebé para un. . . un guiso!
—¡Está bien, está bien! Era sólo una sugerencia.
Había oscurecido en toda la casa de paredes de plomo menos en la cocina. Del otro lado del ventanal de cuarzo caía el crepúsculo en el jardín, sobre el cuerpo sin vida del "señor Green". En la tv, un panel de médicos eminentes discutía si el hecho de comer era una de las causas principales de la locura.
Agnes fue a ver quién llamaba en la puerta principal, mientras Glen se metía en la cocina.
—Discúlpeme —le dijo el sacerdote a Agnes—. Voy a visitar a un enfermo. Alguien tuvo la bondad de prestarme este camión del Servicio de Pañales, pero me parece que se ha descompuesto. ¿Podría usar su teléfono?
—Claro que sí, padre. Está intervenido, por supuesto.
—Por supuesto.
Agnes se apartó para dejar pasar al sacerdote, y en ese momento Glen gritó: —¡El bebé! ¡Se está comiendo el flan!
Agnes y el sacerdote corrieron a ver. En la cocina limpia y bien iluminada, Glen miraba hacia el refrigerador con la boca abierta. De algún modo el bebé había conseguido abrirlo, pues ahora Agnes le veía los pañales y los rosados dedos de los pies que asomaban del estante inferior.
—Tiene hambre —dijo.
—¡Mira otra vez! —gritó Glen.
Al acercarse más, Agnes vio que el niño había quitado el mapa del flan. Le sacaba fotos con una cámara diminuta, tamaño bebé.

—¡Microfilm! —jadeó Agnes.
—¿Quién es usted? —le preguntó Glen al sacerdote.
—Soy...
— Un minuto. No me parece un hombre del clero.
Agnes vio que eso era cierto. La brisa hizo susurrar la sotana de papel carbónico, y descubrió que estaba sujeta con clips. La estola, al mirar con más atención, resultaba ser una tira de estampillas purpúreas.
—Si usted es un sacerdote —prosiguió Glen—, ¿por qué veo en su cuello romano el membrete de mi oficina?
—Es usted muy listo —dijo el hombre sacando una pistola de la manga—. Lamento que haya descubierto nuestro ardid. Es decir, lo lamento por usted.
—¿Nuestro? —Glen miró al bebé.— Un momento. Agnes, ¿en qué clase de vehículo llegó?
—Un camión de pañales.
—¡Ajá! Hace tiempo que lo ando persiguiendo… Hombre de los Pañales. Su venerable carrera ha durado demasiado.
—Ah, entonces me ha reconocido a mí y a mi tierno ayudante, ¿no es así? No creo que le sirva de mucho. Como ve, ya tenemos las fotos, y hay aquí una bala para cada uno de ustedes.
Sin sacarles la vista de encima, alzó al bebé con una mano.
—Pienso que lo mejor es matarlos a los dos —dijo—. Ya tienen demasiada información sobre mi modus operandi.
El bebé, en sus brazos, agitó alegremente la cámara, mofándose.
—Muy bien —dijo el Hombre de los Pañales—. Pónganse de cara a la pared, por favor.
—¡Vamos! —dijo Glen—. Saltó, desarmando al hombre, mientras Agnes hacía volar de un certero puntapié la cámara del regordete puño del bebé.
El infante espía parecía sorprendido, pero actuó con rapidez, una diminuta mancha de movimiento. Agarró dos puñados de flan y los arrojó a los ojos de Glen. Jadeando, Glen soltó la pistola, y la infame pareja aprovechó para huir hacia la libertad.
—¡Nunca me atrapará vivo! —gruñó el falso sacerdote, saltando al camión.
—Deja que se vayan —dijo Glen, y probó el flan—. Tenía que haberme dado cuenta antes de que el bebé no hacía tic-tac sino click-click. Pero déjalos ir; de todos modos no llegarán muy lejos, y hemos salvado el mapa. Si es que el mapa sirve para algo…
—¿Estás bien, querido?
—Muy bien. Mmmm. Está muy rico, Agnes.
Agnes se sonrojó al oír ese elogio. Hubo una apagada explosión, y a lo lejos saltaron unas llamas al aire.
—Esso bombardeando la estación de Shell —dijo Glen.
La nueva guerra del petróleo había comenzado.
*De su libro "El chico a vapor" ("The Steam-Driven Boy", 1973) - Traducción de Lucila Motta de Lacueva.
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