Finalmente soy yo, mi noche oscura del alma
Autora: Gemma Díez Rodríguez
Editorial: Europa ediciones
"Las líneas de este libro son de luz. El esplendor de la luz solo se aprecia y se sabe utilizar en la más profunda oscuridad. Tengo cincuenta y ocho años y buena parte de mis días han sido de penumbra. Pero uno, un día en particular, trajo consigo una noche oscurísima. Era tal su oscuridad, que del cielo la noche pasó a mi alma y me obligó a ver la luz y a utilizarla para contemplar lo esencial. Para descubrirme y darle sentido a mis penumbras, a los acontecimientos de mi historia, a la carrera frenética y ambiciosa de mi vida en casa, en la oficina, en todas partes. La oscuridad produjo en mí una emoción tan intensa que lloré como nunca lo había hecho, las lágrimas ablandaron mi coraza y salvaron mi corazón, que dejó de estar a la defensiva para reconciliarse con aquellos a quienes creía que rechazaba, pero que en verdad amaba.

Ahora, desde la calma que sigue a la tormenta, desde la luz que sigue a la noche oscura, cuento mi historia con alegría. Desde mi madre hasta mi hija. Desde el desencuentro hasta el amor. Cuento la historia de una mujer rígida que finalmente ha empezado a moverse con soltura, que aprende todos los días a salir de sí misma para darse sin reservas. Que poco a poco consigue donar en vez de acumular, dialogar más que imponer, escuchar en lugar de hablar, vivir y dejar vivir sin controlar. Lo que mi historia cuenta es que sí pude convertir en luz la más profunda oscuridad. Sí pude encontrar un camino distinto al habitual, y ser feliz con lo que tengo y con lo que soy, aunque a veces me parecía imposible. Sí he podido ser finalmente".
Gemma Díez Rodríguez vive en San Sebastián (España), es asesora fiscal de profesión, coach por vocación, y corredora de maratones por pasión y se le da muy bien el arte de la construcción. Le apasionan tres cosas en la vida: trabajar, por ella y por su familia; viajar por España —en bus, en avión y hasta corriendo— y amar a las personas en cuanto tales y no por su sexo. Se enorgullece de todo aquello que consiguió hasta ahora, de manos de otras personas y con las suyas. Hoy está llena de luz y, con suma humildad, desea iluminar con su experiencia la oscuridad de otros.
Finalmente soy yo, mi noche oscura del alma. Editado por Europa ediciones, España, 2022, 247 páginas.
- Primer Capítulo, que da inicio a esta aventura de vida:
Mi nombre es el de una perla preciosa, y eso es precisamente lo que soy, una auténtica Gemma. Tardé cincuenta años en descubrirlo, pero lo conseguí. Lo confieso, estaba metida en un personaje gris y obstinado que inventé para sobrevivir con la mochila que otros me habían endosado. Más un buen día me quité la mochila de la espalda; la abrí, comencé ávidamente a hurgar en sus cargas, a tirarlas, y todo está cambiando. En mi mochila, como en la cueva de la gran frase de Joseph Campell, estaba el tesoro que buscaba. Mi personaje se está desdibujando, se pierde entre intensos destellos de luz y las lágrimas que surgen cuando estoy a solas conmigo, y puedo entrever ya no la piedra, sino la persona valiosa que soy, mi esencia. La misma esencia que caracteriza a los niños y que yo perdí alguna vez.
Sí, bajo la luz espléndida que ahora ilumina mis días -y también mis noches- percibo con claridad dónde fue que empezó todo. Allí, en las piernas de mi padre, el puesto al que acudía con insistencia cuando era muy pequeña y el cual era ofrecido con cortesía. Qué le tenía los pantalones gastados, me ha contado repetidas veces mi madre. También me ha dicho que a mis dos años corría a su encuentro, con alegría, cuando regresaba a casa después de trabajar. Yo no recuerdo las escenas, las recreo con los relatos escuchados; pero seguramente me eran placenteros aquel puesto y la llegada de papá a casa, porque esas piernas amables y el corazón blando que descubrí unos años después, atenuaron un poco las ausentes y, por eso, ásperas y añoradas caricias maternales. Entre estas dos sensaciones opuestas –afabilidad y aspereza-, está claro que escogí la que me provocaba el gesto atenuante de mi padre Severiano. Esta era la única muestra de cariño en casa, por lo menos, la única que era dirigida a mí.
Preferí a mi padre y su carácter más indulgente que el de mi madre. Mi parcialidad la confirman los pantalones que llevo puestos usualmente desde niña. Me desagradaban las faldas y las muñecas. Preferí siempre jugar al fútbol con los niños del pueblo y mi apariencia era desaliñada. Desde los catorce no usé más un vestido y a los dieciocho iba con vaqueros al estilo Bruce Springsteen y el pañuelo de Miguel Bosé en el bolsillo de atrás. Hasta ahora me cuesta trabajo vestirme combinando armoniosamente la ropa y los accesorios. Con frecuencia y jocosidad digo que mi hermana tiene dos lados femeninos, el suyo y el mío. Ella, desde siempre, luce atractiva y armónica; yo soy el polo opuesto.
¡Marichico! era la primera palabra que comúnmente usaban los varones para dirigirse a mí. Después de esta seguía Cuatro ojos, porque llevaba gafas debido a una deficiencia visual. Este segundo apelativo hacía referencia a una particularidad que perjudicaba aún más mi descuidado aspecto y hacía que los chicos se alejaran de mí. Ciertamente, tenía en aquella temprana edad mucha energía masculina. La energía más positiva en casa sin duda. Mi padre tenía poca personalidad y no sabía imponerse, pero era buen hombre; se preocupaba por el bienestar de los vecinos y mandaba a base del artículo 33, excepto la vez que cogió una botella de vino vacía y le faltó casi nada para darle a mi madre en la cabeza. Pero es que ella era exageradamente intransigente. Y la pesantez de su energía femenina y prepotente no era atrayente.
Las casas en las que crecí junto a mis dos hermanos, eran las casas de Lucía. Lucía se llama mi madre y yo llamo suyas a aquellas casas de Lasarte –un pueblo vasco e guipuzcoano- en las que habité hasta los veintiocho años, porque al frente de nuestra familia de cinco miembros, estuvo siempre ella. Lucía dirigía y mi padre obedecía. Se trataba de una mujer severa que escasamente sonreía. No sé muy bien describir cómo era su rostro o cómo eran sus manos cuando yo era niña. Apenas distingo su mirada autoritaria. Tampoco puedo describir con agudeza el físico de mi padre en aquel entonces. Estos recuerdos son vagos, casi nulos en mi memoria. Entre mis padres y yo, el roce fue muy tosco y no alcanzó muchas veces a convertirse en abrazo.
Lo que sí recuerdo con precisión es cuál era el mayor afán de mi madre... una buena casa, "una tan buena como la de su cuñada", para ser exactos, y "darnos estudios a sus tres hijos": María Antonia, la segunda y apodada Toñi; Juan Mariano, el menor y yo, la mayor. Nacimos los tres en tres años continuos. Mi madre consiguió su objetivo a través de la modistería en casa; cosió vestidos incansablemente para incrementar el modesto sueldo que ganaba mi padre en la fábrica de neumáticos Michelín, y cuando yo tenía dieciocho años, dejamos el austero piso de Zumaburu, el barrio de la clase trabajadora en el que habíamos vivido hasta entonces, y nos fuimos a otro más elegante en la Avenida del Hipódromo, donde habitaban los encargados de la fábrica.
El piso de Zumaburu no era espacioso. Mi hermana y yo compartíamos una bonita, pero angosta habitación de dos camas y una mesa grande; la de mi hermano era minúscula y apenas cabía dentro de ella una camita plegable y un escritorio. El de mis padres era el cuarto más confortable. Teníamos un salón donde veíamos la televisión en blanco y negro y de vez en cuando porque no había mucho que ver. Sólo había un baño en el que yo me eché mis primeros cigarros cuando estaba grandecita y una movida cocina donde se estudiaba y se cosía, se comía y se vivía. El piso nuevo de la Avenida del Hipódromo, por el contrario, era un pisazo con cocina, dos baños y un salón grande, tres habitaciones amplias, hall de entrada, dos puertas de ingreso. Era fantástico y en él tuvieron lugar, también, mis primeras y atrevidas llegadas con dos copas de más y mi primera aventura amorosa con una chica, una noche en la que aproveché que mis padres estaban de viaje y en la que, además, fuimos pilladas porque ellos regresaron antes de lo previsto.
Los casi veinte años en la primera casa y la partida a la segunda de más categoría, me inculcaron una devoción vehemente por el trabajo y por hacer dinero. Mis padres trabajaron y ahorraron sin detenerse jamás para conseguir lo que querían: la casa soñada de Lucía. Mi padre leía libros en su tiempo libre y por eso era muy culto, empero no tenía tiempo para amigos, y mi madre se hacía y nos hacía la peluquería y la ropa ella misma. No los recuerdo intercambiando conversaciones o gestos cariñosos. No había fotografías del matrimonio de ambos en ningún rincón. Alguna vez mi hermana encontró unas cuantas rebuscando en armarios. Luego me enteré de que se habían casado en mil novecientos sesenta y cuatro, un mes antes de mi nacimiento. Supongo que la experiencia fue amarga o vergonzosa para muchos en aquella época, pero no lo sé. Nunca se habló de este acontecimiento. Es que nunca se hablaba tanto; yo solo veía a mis padres trabajar, sobre todo a mi madre quien hasta comía en la máquina de coser. En la máquina pasaron sus horas y sus años, aprendiendo y estudiando; sufriendo cuando no sabía hacer las cosas; llorando cuando algún vestido iba mal.

Lucía y Severiano no eran del País Vasco, eran de un pueblo de Castilla. Hijos de agricultores y vinieron a la región en la que crecimos solamente con lo puesto, una maleta y nada más. Sus inicios fueron realmente duros. Primero vino mi padre y luego mi madre. Al principio compartían piso en la calle Blas de Lezo con otros familiares y cuando ya estábamos nosotros, por lo menos durante los primeros años de nuestra infancia, convivimos con varios trabajadores a los que mi madre daba de comer, les limpiaba la ropa y tenían una habitación. Este puesto fue nuestro hogar hasta mis seis años. No es que recuerde mucho estos primeros años. A partir de los catorce es que mi memoria evoca con desenvoltura. Algunos dicen que si no te acuerdas de tu infancia es porque el subconsciente lo prefiere así...
Mis padres crecieron circundados de las secuelas dictatoriales de la guerra civil española. Supongo que el escenario de su infancia y adolescencia fue la desolación y la precariedad. Habrán visto esforzarse a los suyos hasta el extremo para obtener algo de pan, vestido y un poco de educación y dignidad. Mi madre comía moscas para ganar apuestas a sus hermanos y obtener un trozo más de queso a la hora de la comida. Mi padre quiso ser sacerdote pero tuvo que ayudar a su padre con las mulas y el arado. Quizás no hubo tiempo para abundantes expresiones de afecto, porque había mucho que hacer en la casa. Llevar una mochila como esta sobre la espalda debió ser frustrante. Los habrán criado para currar sin sueños tan altos ni filosofías complicadas. Y con esta mochila pesada y bien puesta, vinieron a Lasarte a formar una familia usando el mismo patrón que los moldeó a ellos.
Entre los dos había muchos desacuerdos y pleitos. Y casi todos, los ganaba mi madre. Ella fue la verdadera cabeza del hogar y de las historias de sus tres hijos. Sus palabras fueron, casi siempre, órdenes para todos; más sobretodo fueron, siempre, órdenes para mí; casi nunca fueron consejos, alicientes o halagos... - "Amá, tú a mí no me cuidas"- solía decir yo, después de armarme de valor, cuando era una jovencita. –"Tú a mí, nada y a mi hermana, todo". Tras mi protesta, Amá se justificaba profiriendo las mismas dos frases secas: "Es que tú eres fuerte y te vales por ti misma. Este repetitivo texto suyo educó muy bien no sólo mi basto y masculino lenguaje corporal, sino también el emocional.
Aprendí a no llorar por tonterías. Era rebelde con causa y desobediente hasta exasperar a mi madre. Cuando inició la adolescencia, los chicos con los que jugaba al fútbol ya no me querían con ellos y terminé jugando sola en el frontón con una pelota de pelotari. También me gustaba ir con mi padre, los domingos, a ver al equipo regional del pueblo jugar al fútbol, pero un día me dijo que ya no lo acompañaría más. A corta edad entendí que le daba vergüenza ir conmigo. Una niña no era para eso. Empecé a retraerme, ni siquiera pasaba un buen rato con mis hermanos; no tenía amigas. Así que compré una radio, quizás a los doce años, y paseaba por el pueblo o me sentaba a oír Los 40 principales en cualquier escalera y en solitario, o mejor aún, con la compañía exclusiva de una voz interior que empezó a insinuarme que yo no contaba con nadie y tenía que apañarme sola.
Una cosa sí hacía yo muy bien. Era buena estudiante. Estudié en las Escuelas Nacionales y aunque fui aleccionada por un profesorado nefasto; sin embargo, era una aprendiz entusiasta. Tanto, que cuando cumplí los catorce años, les dije a mis padres que quería hacer una carrera universitaria empresarial. Más de nuevo resté desilusionada. Que yo no poseía la capacidad mental para ello, fue la primera frase con la que respondió mi madre. Y en segundo lugar propuso que yo solo haría la Formación Profesional y ¡a trabajar! En aquel momento, la respuesta fue desconcertante, aunque no tanto como cuando me enteré unos años después, que la deludente sentencia que subestimó mi aptitud para los estudios superiores, había sido dictada, no por el director del colegio –como me lo hizo creer mi madre- sino por ella misma.
Aun así, mi sueño más alto que el permitido por el menguado ideal de vida de mi progenitora, siguió adelante por otros rieles y a los catorce años precisamente empecé a espabilar. Me quité las gafas, me puse lentillas, cambié mi peinado e inicié la Formación Profesional en Donostia, la capital de la provincia. La edad y el enérgico paisaje fresco, playero y moderno de la ciudad, probablemente, confluyeron a favor de un nuevo estadio en mi evolución, comencé a ver mundo. La incipiente rebeldía de la niña desaliñada y solitaria adquiría otras formas más precisas y a mis quince años y en el segundo curso de la FP, seguía sacando buenas notas, pero tenía varios ligues muy guapos y advertí que me gustaban algunas chicas de mi clase, incluso una me echaba los tejos aun cuando yo no me quise enterar.
Era una quinceañera entre mujeres. Mi colegio era femenino, sólo de chicas, y recuerdo que abríamos las ventanas de las aulas y silbábamos, entusiasmadas, a los chicos que pasaban por debajo diciéndoles una larga lista de piropos. Entretanto yo comencé a distinguir distintos estilos de chicas: las que se maquillaban exageradamente y las que no se maquillaban nada como yo; las que íbamos con zapato plano o zapatillas de deporte y las que iban con taconazos. Las mujeres preparadas y muy arregladas, por una lado, me apasionaban y las encontraba interesantes; por el otro, me hacían sentir inferior, un mero patito feo. Además, las oía hablar de sus novios y de los planes que hacían y yo me sentía una cría.
Una noche, finalizando el segundo curso de la FP, fui a un pub de moda de la ciudad con una de las compañeras del curso y la experiencia fue sumamente desagradable, me avergoncé cuando otras compañeras que encontré en aquel lugar criticaron mis zapatos planos. Yo las miré y me miré. Ellas iban con vestido y tacones. Yo iba de pantalones y los benditos zapatos planos que escogía cuando salía de compras con mi madre. ¡Madre mía! No pintaba yo nada ahí, con mi forma de ser y de vestir. Creo que me di cuenta, a partir de ese momento embarazoso y con apenas dieciséis años, que habría sitios no adecuados para mí, que no estaría cómoda con cierto tipo de mujeres. De hecho, todavía hoy me cuesta sostenerme ante una mujer muy atractiva. Me comparo y me empequeñezco ante ellas. Este sentimiento de inferioridad ha disminuido; no obstante, todavía lo siento y por eso me he puesto la tarea de encontrar a la mujer que hay dentro de mí.
Admito que tenía malos gustos al vestirme pero también un buen corazón. A mi tercer año en el Centro de Estudios Nazaret, tenía una compañera a quien aquejaba un grave problema de visión y, por lo tanto, usaba gafas con un cristal muy grueso. Notaba con frecuencia que acercaba los libros a la nariz para poder leer los textos y sufría viendo como sus ojitos se movían de un lado a otro y le impedían enfocar bien. Cierta vez teníamos un examen difícil y se me ocurrió grabarle todo el temario en una cinta de cassette, ella podría escucharlo las veces que quisiera y memorizarlo. Le di la cinta, ella la escuchó y aprobó con buena nota. Me sentí muy contenta, satisfecha y mi compañera me recompensó con un Paper Mate, el bolígrafo con corazón.
"¿Has ayudado a alguien hoy?" - me preguntaba constantemente mi padre cuando estaba grandecita. El acto de solidaridad apenas reseñado fue la primera respuesta que di a mi padre y la primera prueba de que yo tenía un buen corazón como el suyo cuando se preocupaba y daba una mano a los vecinos. Yo contestaba a la pregunta insistente de mi padre contándole que había hecho esto o aquello y él se sentía orgulloso de mí. Después comprendí que lo buscado por mi buen corazón hasta hace poco era lo mismo que buscaba mi padre al ayudar a los vecinos, la aprobación de los demás para quererse a sí mismo. Fue aprobado por lo demás pero no por mi madre, que siempre le objetó que debía ayudar en su casa, a sus hijos y a ella, antes que a cualquier otro.

Ahora bien, a partir de mis dieciséis años cumplidos, con mi mal gusto y el corazón bueno que buscaba aprobación, se hicieron frecuentes las salidas nocturnas. Zapatillazos y escobazos me acorralaban todos los fines de semana hasta los dieciocho años. Mi madre no soportaba los efectos atolondrantes que provocaban en mí algunos kalimotxos y patxaranes; no obstante yo persistía y la liaba cada vez más. Llegaba tarde, bebida y embelesada por la voz de Pedro Marín. Me encantaba el chaval, tan atractivo y tan guay, sus palabras me hacían creer que podía ser y hacer lo que quisiera. ... Y me filtro bajo tu puerta. O me cuelo por tu ventana... Como el Aire quería yo estar en todas partes y hacer lo que me apetecía y ¡No, que no, que no!... tarareaba mi escaso raciocinio cuando mi madre lo aturdía con alguna voladora zapatilla. Me envalentonaba Pedro Marín, me hacía sentir atractiva, libre como España y feliz.
Estaba enganchada a la música. Con la paguita que tenía a mis dieciséis, compraba la Súper Pop y ahí estaban todos... Iván, Bosé, Tequila, Pecos, Pedro... ¡Todos! ¡Magníficos! ¡Fantásticos! Por el fenómeno fans, yo tenía la habitación empapelada de posters de mis cantantes favoritos, incluso la puerta, la cual fui tapando poco a poco con un súper poster de Miguel Bosé que fue incluido trozo a trozo en las dos hojas centrales de cada revista semanalmente. Mi hermana no objetó cosa alguna por el empapelamiento musical de la habitación; a ella también le gustaba algún cantante. Mi euforia por la música era tanta que me instó a crear hasta un club de fans.
Una tarde, en la cocina de la casa de Zumaburu, cuando mi madre me lavaba la cabeza en la fregadera, escuché las Esperanzas de Pecos y mi reacción fue la fascinación. No sabía hasta entonces quienes eran Pecos y me propuse tener un club de fans de estos chicos. Fui a Erviti, una conocida tienda de música donde vendían discos, para informarme acerca de la discográfica encargada del cuidado y difusión de la música del dúo y para pedirles algún poster que les sobrase. Obtuve la información deseada, entonces contacté con la discográfica; en virtud de mi minoría de edad, alquilé un apartado de correos con la ayuda de mi madre y a este llegaban los posters de la discográfica. Para conseguir fans iba a la radio de San Sebastián a hablar con Aingeru Bengoechea, quien me dio a conocer y así empezaron a adherirse fans a mi club. Éramos un pequeño grupo de quince chicas aproximadamente y nos reuníamos cada quince días en un local de Rentería, propiedad de los padres de una amiga mía. Nos la pasábamos bien; teníamos una pequeña cuota mensual para pagar los gastos del local y poder comprar a la discográfica el material que nos vendían y que luego sorteaba entre todas.
En otra oportunidad, vi y escuché en la tele a Pedro Marín, en el programa televisivo intitulado Aplausos, creo. Y me enamoré a primera vista. Enseguida contacté también a su respectiva discográfica; fui la presidenta del club de fans de Pedro en Donosti y este se convirtió en el segundo ídolo admirado por mi club. Cierto día me avisaron que Pedro venía a Donosti a promocionar su disco y me pedían que me reuniera con él y su representante en el Basque. Qué pena que perdí la fotografía que me hice con él aquel día. Yo llevaba puesto un pantalón rojo, camisa blanca y un chaleco rojo. Él endosaba con gracia varonil una ajustada chaqueta roja que destacaba sobre el fondo a cuadros blancos y negros de su delicada camiseta y un blanquísimo pantalón. Lucía seductoramente atractivo y alto. Pedro puso la mano sobre mi hombro y yo se la cogí... No hace mucho tiempo inquirí a mi madre por esta salida mía. Le pregunté si me había dado permiso para salir de clase a ver a Pedro. "¿Permiso?" – replicó mi madre. –"Tú no pedías permiso a nadie, tú dirías cualquier pretexto y te saldrías del colegio ese día".
Finalmente el club de fanáticas duró un año, porque Pecos canceló sus giras debido a la muerte de una chica en un concierto en Zaragoza y Pedro Marín abandonó la música abrumado por el éxito.
Literalmente amaba a Pedro en esos primeros años de la década de los ochenta, me conmovían los Pecos y a Morir de amor con Miguel Bosé, ...despacio y en silencio... Miguel era sin duda mi Súper Superman. Sus mallas, su estilo sensual y elegante me seducía entonces y su guapura interesante me seduce aún ahora. Ni hablar de Pecos, aquel armónico dúo moreno y rubio, de una majeza inigualable, los número uno de la época, con sus Esperanzas y la, la, la, la, la, la, la.... me hicieron soñar unas cuantas historias de amor, "se llevaron mi corazón" romanticonamente; pues sabían metaforizar muy bien en sus melodías ese estado de sufrimiento que se llama despecho y suele ser frecuente cuando se es adolescente.
Desde los quince hasta los diecinueve años mi cuerpo y mi espíritu se movían al ritmo de esa música que cantaba al amor, al sufrimiento y a la libertad... Lo del amor y la libertad eufóricos me lo tomé muy en serio. A los dieciocho años ya estaba cursando el segundo nivel de la Formación Profesional e iba, como lo hacía la gente del pueblo, a una grande discoteca de Hernani, un pueblo situado a diez minutos de la capital. En la discoteca conocía generalmente a algún chaval con el que salía y paseaba una sola vez. Nada era formal. Besos, tocamientos, sexo y cada quien a su casa. No tenía problema en enrollarme con los chicos. Solía tener varios novios al mismo tiempo y en el mismo barrio en el que vivía. Una vez me enamoré de un jovencito súper majo y de otro no tan majo; salía con ambos tranquilamente. En ese entonces, los chavales no formalizábamos tempranamente nuestras relaciones sentimentales y, por lo tanto, todo el mundo andaba con todo el mundo.
También a los dieciocho, parece que empezó a exteriorizarse más esa energía masculina que sólo se había asomado en mis pantalones y ausente maquillaje -otra de las pocas cosas, debo decir, aprobadas por mi madre, quien siempre permitió que vistiera a mi manera-. Una chica, compañera de estudio, me preguntó en una ocasión que si me gustaban las mujeres. "¡Qué va!", respondí yo exclamativamente. Sin embargo, quizás había algo en mí que sugería lo contrario y la chica ya intuía mi lado lésbico o bisexual. Sinceramente, la compañera llamaba mi atención, más era yo quien no comprendía, quizás, la sensación experimentada en ese momento.
Poco después del breve diálogo con la compañera, tuve una amiga y las dos nos relacionábamos con muchos chicos, incluso casados. La verdad es que vivíamos el momento, vivíamos la noche sin preocupación; apenas estábamos descubriendo el arte del Amante bandido y entre los cócteles y los besos transitorios nos creíamos "héroes de amor", ...Pasión privada, dorado enemigo. Huracán, huracán abatido. También recuerdo que al autobús en el que yo iba al Centro, subía, en Lorea, un chico muy guapo. Me hechizaba y aunque no se fijaba en mí ni un momento, verle todos los días me llenaba de esperanzas, las mismas que cantaban mi dúo favorito. En mi vida solo quedan esperanzas, en mis sueños mi ilusión siempre eres tú... Y le veía de noche con su novia, los fines de semana, cuando andaban por la zona de San Bartolomé, puesto en el que a mí también me gustaba estar y en el que me deleitaba observando un ratito la atractiva melena del muchacho. Pero los amantes bandidos y las falsas esperanzas con el majo melenudo solo eran para el fin de semana; el resto del tiempo me ponía a estudiar tranquila y diligentemente; no perdía el objetivo. "¡Qué trabaje la mayor!, ¡qué trabaje la mayor!", escuchaba decir a mi madre con tono imperativo a cada rato.
Y yo quería estudiar bien para trabajar después. Aunque a mis diecinueve años, ya en el último año de la FP, desmejoré mis calificaciones cuando me enamoré con locura de una chica. Acepté este sentimiento. Me sentía fuertemente atraída por ella y establecimos una relación amorosa. Hacíamos buena pareja y en el sexo nos iba muy bien. Solíamos quedar los domingos en un bar y ahí nos pasábamos la tarde entera comiendo cacahuetes y charlando y buscábamos nuestros rinconcitos, porque no había ni coche ni casa, ni nada de nada. Me agradaba su compañía pero era celosa. Un fin de semana, en mi casa, armó una formidable escena, porque estuve enrollada una noche con uno de mis novios. Lo admito, yo era inconstante e inmadura en este sentido. Mis sentimientos fluctuaban como mis hormonas y me hacían bastante voluble.
Nuestra relación duró un año. Ella comenzó a trabajar y yo no encontraba un empleo aún.
Al fin y al cabo aprobé el quinto año de la FP con las notas límite. Por la relación apasionada y, además, desafiante con la joven celosa -quien paseaba conmigo tomada de mi mano en una época en que tal cosa no era bien vista- casi me pilla el toro. La verdad es que no fui una estudiante brillante, conseguía las calificaciones con mucho esfuerzo. Tenía poquísima retentiva y debía repasar los contenidos una y otra vez. No obstante, en líneas generales, iba bien en todas las materias. Las únicas dos excepciones eran el euskera y la estadística. El euskera, esta grandísima variedad dialectal, será la lengua viva más antigua de Europa y todo lo que quieran, más me costaba mucho aprenderla, no se me dio bien jamás. La estadística también me puso en aprietos en varias ocasiones, solo que en este caso pienso que no hubo buena química entre la profesora y yo. En resumen, aprobé ambas materias, aprobé -sin mayor dificultad y a pesar de las salidas, y los romances pasajeros- la Formación Profesional de segundo grado, a los diecinueve años, y en cuanto recibí mi título de Técnico Especialista Administrativa en Contabilidad y Finanzas, comencé a buscar trabajo.
Porque a la repetida frase autoritaria "Qué trabaje la mayor", siempre siguió otra más compleja que explicitaba el efecto de la frase anterior: "Cuando la mayor trabaje, dejaré de trabajar yo". Así, pues, yo deseaba ocuparme en algo cuanto antes para que mi madre, en consecuencia, no trabajara más. Comprendí la relación de causa y efecto entre sus frases y asumí desde siempre esa responsabilidad. Su mandato se convirtió en un deseo para mí. Pero fue difícil encontrar un empleo justo después de graduarme; no era una buena época aquella de finales del ochenta y tres. Me apunté a la Ertzaintza y, cuando ya había aprobado todas las pruebas previas, incluso el examen de euskera al escribir entera una canción del grupo Haizea, Goizeko Euri Artean que habla maravillosamente acerca de la necesidad de encontrar un camino, el problema visual con el que lidio desde niña provocó que me rechazaran. Me llevé un chasco de la leche. Vi frustrado mi primer intento de búsqueda de mi propio camino. La decepción fue gigantesca porque, además, no sabía a dónde ir, no conocía a nadie que pudiera ofrecerme un trabajo o relacionarme con alguien que lo pudiera hacer.
Entretanto mis días transcurrían entre amores. Cumplí veinte años y era una joven agradable; de buen aspecto físico, maja y buena persona. Eso sí, no tenía amiga alguna. Con las amigas del club de fans había perdido el contacto y solía salir los fines de semana a las discotecas, con mi hermana; salvo cuando teníamos un ligue. Entonces íbamos cada una con su ligue y por su lado. Hasta que un buen día, en el bar donde siempre comía un bocadillo cuando estaba haciendo la FP, uno de los clientes -a cuyo hijo yo le caía bien y estaba enamorado de mí- me dijo que había un empresario buscando a alguien que le ayudara en la oficina, porque tenía mucho trabajo. Me presenté en dicha oficina, que era parte de una empresa de construcción, y aunque me mostré nerviosa en la entrevista, en seguida fui admitida porque mi perfil cumplía con las condiciones que el gerente buscaba. Inicié mi trabajo y mi ánimo era presto, para eso había estudiado y el entusiasmo estaba a flor de piel.
El gerente de la empresa de construcción era un señor de cuarenta años que se había hecho a sí mismo a través de infinidad de trabajo y me hizo un contrato en prácticas. Rápidamente me di cuenta de que me gustaba la construcción; mi prueba de acceso fue hacer el cálculo en metros cúbicos de una madera de roble muy cara que estaba colocada en un museo de la ciudad. Hice el plano y los cálculos, para ello le pedí colaboración a mi hermano, quien estudiaba para electricista. Juan Mariano me ayudó a realizar el plano con el rotulador pilot. El cubicaje resultó perfecto y el trabajo me pareció muy entretenido. Todo lo hice gustosamente y con agrado. Y desde entonces, me fui inmiscuyendo más en las actividades. En las tardes hacía mi trabajo administrativo en la oficina y en las mañanas visitaba las obras con el gerente para aprender de cada una de ellas. A veces, solía pensar que ya había hecho este tipo de trabajo en otras vidas, por el conocimiento y la soltura con la que ejecutaba las tareas encomendadas.
El gerente era un señor muy inteligente y notaba que yo me desenvolvía bien por lo que delegaba en mí tareas que solía hacer él mismo en un principio, como por ejemplo, controlar los camiones que venían e iban cargados de arena o escombros, replantear las obras sobre el terreno, tirando las cuerdas y colocando estacas para poder hacer una línea del futuro edificio a construir. Tareas que requerían de mí cada vez más tiempo y competencias que no tenía. Así que acatando órdenes empecé a estudiar por la noche, recibía clases particulares para dibujar planos e interpretarlos y formación para delineantes o aparejadores. Además, los sábados iba a la obra a meter horas para pintar hormigoneras, dar aceite a los engranajes de las ruedas de las máquinas, para repintar andamios de amarillo y rascar el hormigón que se quedaba pegado.
Así, pues, la joven adolescente empezó a trabajar en un mundo muy masculinizado. Lo bueno era que entre los trabajadores y yo había una relación cordial. Estos me invitaban a almorzar y me trataban como un compañero más, hasta buenos consejos me daban. "Todo lo que tengas que hacer para ganar dinero, hazlo ahora de joven" -me decían. Porque luego a partir de los cuarenta, los hijos agotarían mis fuerzas y no podría trabajar tanto. Los obreros eran hombres nobles; ellos y sus mujeres trabajaban todo el día para sostener y sacar adelante a sus familias, como lo hacían mis padres también.
Francamente, pese a mis largos días laborables, yo iba a las obras portando con buena gana mi casco blanco de arquitecto y sin reparo me colocaba las botas de albañil hasta las rodillas y encima de mi ropa, el pantalón y la casaca verde de albañil.
Las funcionarias de los distintos organismos oficiales en los que teníamos obras se sorprendían de que yo hiciera el trabajo de aparejadora, es decir, medir con el metro y con el gremio la tarea realizada para poder pagarle a cuenta sus honorarios o que yo tuviera que controlar las obras, los pedidos, el seguimiento de las obras. Aseguraban que no había ninguna chica con veintiún años que hiciera lo que yo hacía. No era fácil trabajar en el ámbito de la construcción en aquellos años. Debía, generalmente, hacerme respetar entre los hombres y más de uno me propuso pasar fines de semana en algún hotel, aprovechando alguna feria de la construcción, pretexto que ellos ponían a sus mujeres para salir de sus casas. No accedí entonces a ninguna de esas propuestas. Pero la sobrecarga de responsabilidades concernientes y no concernientes me quitaba el sueño o me hacía tener pesadillas. El gerente era ambicioso y hacía trabajar horas extras.
Por otra parte, el trabajo excesivo redujo mi vida social a una única salida los sábados en la tarde. Los viernes por la noche ya no salía porque el sábado en la mañana tenía que trabajar. Frecuentaba una discoteca de Irún y en este lugar conocí a un chico maravilloso. Me enamoré de él como nunca lo había hecho. Era guapo, cariñoso y buena persona. Miguel se llamaba. Tenía coche y me venía a buscar a Lasarte. Yo era feliz a su lado; deseaba durante toda la semana que llegase el fin de semana para vernos. Nuestros ratos eran fenomenales, todo era fabuloso con él. Yo suspiraba en sus brazos y él en los míos. Sin embargo, el destino tenía otros planes para los dos. Miguel no era del País Vasco, era de fuera y estaba en Guipúzcoa laborando en una empresa para coger práctica y luego trabajar en su tierra con los conocimientos adquiridos. De tal modo que, un sábado fui como de costumbre a la discoteca donde siempre quedaba con él y sus amigos, más no lo encontré. Yo no tenía amigas, solo tenía a Miguel y aquel sábado no vino.
Tampoco tenía su teléfono de la empresa y no había móviles. Yo le consultaba con insistencia a mi madre: –"¿Ha llamado Miguel?". ¡No! - respondía ella. Y me entristecía el fin de semana. Durante dos meses fui todos los sábados en la noche y domingos en la tarde a la discoteca para ver si le veía y nada. No estaba, no venía, no llamaba y yo no sabía qué pensar, ni qué hacer. Hasta que un día un amigo me vio en la discoteca y me preguntó: - "¿Tú eres la novia de Miguel, no?". "Sí" – le dije yo. El amigo me contó que se había ido a su tierra y me preguntó también que si Miguel me había llamado. Contesté con un no. "No sé nada de él" – agregué y me puse a llorar. No se despidió siquiera de mí; mi enamorado se fue sin decir adiós. A mis primeros veintiún años de vida, el amor más noble y más fiel me traicionó. En aquellos días sí que sentí morir de amor como Miguel Bosé e hice mía su canción... morir de amor por dentro, es quedarme sin tu luz, es perderte en un momento, cómo puedo yo decirte que lo siento, que tu ausencia es mi dolor, que yo sin tu amor me muero... Y dejé de confiar, empecé a no fiarme, a no darme del todo, a cerrarme, me puse una coraza para protegerme de la vulnerabilidad que produce en nosotros el sentimiento del amor.